Habíamos alcanzado lo que nadie antes había alcanzado.
Escalamos
catedrales, sobrevolamos cimas, glaciares y piélagos. Hablamos el nuevo idioma.
El origen del idioma. El idioma de los idiomas. Reformulamos a Euclides, y los
aforismos de Heráclito. Encarnamos a Hypatia y a todas las poetisas de Mitilene.
Las que antes fueron. Las que vinieron después. Y después de haber sido todas
las mujeres que un día fueron, miraste a los ojos al Sol. Infinito te devolvió
su infinito. Y descubrimos el Aleph en nuestro Aleph. Acariciaste con tu mano
lo inmortal. Que era mi mano mortal. Que fue tu mano hacia un siempre. Siempre
tu mano siempre siempre siempre. Tu mano. Me amaste por encima de todos los
males. De todos los bienes, también. Como si al principio el Dios creara un
infierno, creamos nuestro propio mundo siempre eterno. Paraíso nos plagiaba reinventando
enunciados. Los hechiceros nos visitaban para que les reveláramos el
significado. Los jueces hacían cola para que les resolviéramos lo sentenciado. Llegamos
a la cartografía última de todos los portulanos. Reproducimos los mapas del
mundo a una escala por mil. Y alcanzamos hasta el último de los rincones
secretos jamás antes pisado.
Y entonces pasó.
Amaste otro cuerpo. Que no era mi cuerpo. Y volviste a mi
cuerpo que era tu cuerpo que encarnaba mi cuerpo sin ser tú y si yo, y sí
nuestro cuerpo. Un cuerpo entre un millón de almas en basilisco. Volvimos a
amarnos. Y pronto llegó. Volviste a amar otro cuerpo. Esta vez El Cuerpo. Amaste
El Cuerpo. Que no era mi cuerpo. Dios. No era mi cuerpo y sí que era El Cuerpo
Era el Cuerpo (de Cristo –amen- : ¿Tu nueva religión?) Dios, cómo duele. Amaste mi recuerdo con tu presencia del más
allá. El más allá que está mucho más cerca y más acá de lo que piensan todos.
Pero eso, también duele. Le enseñaste todo aquello que habíamos alcanzado. La
paseaste hasta el último de los portulanos. Por las catedrales. Por todas las cimas, los
piélagos, y hasta aquellos los glaciares. Y eso, también duele.
Le enseñaste nuestra forma de hablar. Le enseñaste nuestro
idioma. El origen del idioma. Hablasteis nuestro idioma como si fuera el
vuestro como si fuera el tuyo como si yo no tuviera nada que ver en esto, para
que finalmente ocurriera eso y que ya no fuera ni mío ni tuyo aquel idioma ni
el nuestro, y se tornara, (como borrando el tiempo que fue de otro modo), en un
idioma vuestro. Pero eso, también duele.
Y mirasteis a los ojos
al sol.
Intentaste el infinito que no os devolvió el infinito ni su
inmortal ni su Aleph ni su principio ni su Final. Pero eso, también duele. Y te
acarició la mano. (Dios, te acaricio la mano, la mano, te la acarició… la
mano). Esa mano que era mi mano. La mano que era mía te acarició mi mano. Eso
también duele. Le enseñaste el último de nuestros rincones secretos. Repetiste
palabras, repetiste abrazos, repetiste caricias miradas. Repetiste besos. Yo no lo pude
ver. Pero eso, también duele.
Y recitaste a mi Lorca.
Le recitaste a mi Lorca. Bailasteis tu Cohen. (El mundo es ciclópeo,
te dije. El mundo es infinito, te dije. Invéntate lugares nuevos, te dije. No profanes
nuestros sueños, te dije). Aún así. Volasteis a Viena. Una a una quemasteis sin
pena cada una de nuestras imaginarias fotos color siena. Viena encabezaba la
ristra de instagram y las transformó en quimeras. Volasteis a Viena y
desapareció nuestra Viena y se transformó en vuestra Viena. Y Dios eso, cómo
duele.
Y llegó el día que nos vimos después de ser. Quedé para verte porque
no verte era la muerte y prefería la vida aunque fuera sin tenerte viéndote
viva y yo casi muerta y con tanta suerte de verte tan viva y lejos de la muerte.
Y vi tus ojos brillar. Te vi resplandeciente. Hablabas de ella y te reías. De
esa forma inevitable de esa forma inconsciente. Te sonreía yo al escuchar. Pero
eso, también duele.
Observo el tiempo pasar. Ya no nos quedan rincones secretos.
Todo aquello que creímos alcanzar es banal como cualquier otra historia de
celos. Estoy anclada en un pasado que un día existió, si cabe. Soy incapaz de
volver a amar, todo el mundo lo sabe. Y me paseo perdida por la isla de Léucade. Tú te entregas sin mirar atrás. Tú eres feliz, fuera de mí, te veo brillar. Y yo me siento como el
viejo Titono inmortal.
Jamás me lo oirás pronunciar. Pero eso, también duele.