El hábito es nuestra segunda naturaleza. Ya lo dijo
Aristóteles y, de su tiempo a esta parte, ha quedado suficientemente probado.
Si uno quiere ser bueno en algo, no basta con dedicarse a un
rato después de comer. Ser bueno en algo requiere una dedicación diaria. Ser el
mejor requiere mucho más.
Yo lo tuve claro muy temprano.
Sabía perfectamente lo que me apasionaba. Era algo único.
Algo que sólo me apasionaba a mí. Algo sobre lo que no podía hablar con los
demás. Pero lo tenía muy claro. Me quería volcar en aquel aprendizaje de forma
disciplinada y diaria, y lo que fuera que tuviera que hacer más, para ser el
mejor en mi disciplina. Para no tener competencia ni parangón. Para que, cuando
en un futuro el resto de la humanidad se despertara y se interesara por esta
novedad mía, yo les llevara tanta distancia que todos me viniesen a mí a
preguntar.
Así fue como, con nueve años, me embarqué en la aventura de
lo que ahora es en mi profesión. Mi pasión. Mi segunda naturaleza:
El estudio de lo invisible.
Si hiciéramos una encuesta para tratar de saber si las
personas creen ser capaces de ver aquello que es invisible, nos sorprenderíamos
del elevado % de gente que contestaría afirmativo. Esa certeza tan interna de
uno mismo debe tener una explicación racional. Algo así como el argumento ontológico
de la preexistencia de un ser Divino.
Yo, lo empecé en el colegio. Observando lo invisible.
Suspendiendo al principio cada una de las asignaturas convencionales, para
poder profundizar más detalladamente en lo que yo tenía que hacer todos los
días allí. Muy pronto supe compaginar la superficialidad de las asignaturas convencionales
de la lista trimestral de las notas, con las asignaturas invisibles que eran
objeto de mi pasión. Empecé a destacar como buen estudiante cara a los
profesores, y a la vez supe seguir mi propio programa paralelo, cara a mi
propia ambición.
Perfeccioné el lenguaje de los gestos de compañeros,
profesores, bedeles, padres, todos. Todos se expresaban con gestos. Mucho mejor
que con la voz.
Más tarde seguí en el Instituto. Algunas asignaturas me
parecieron cruciales. Pero sobretodo eran los silencios los que me abrían
puertas innombrables. Las prudencias del resto de los alumnos, las miradas, los
pensamientos jamás formulados. Aquello que aplaca la timidez. O cualquier otro
sentimiento que supera a una cuerda vocal en aquel preciso momento. Estudié,
también, cada uno de aquellos sentimientos. Y cada una de sus ausencias: todo
aquello que estaba por detrás de una aparente apatía, todo aquello que envolvía
su indolencia.
Las vibraciones que nos recorren. La flojera en las piernas
que nos delata. Lo que se miente con apariencias. Lo que se grita sin palabras.
Lo que transmite una lágrima sincera. Lo que transmite una lágrima forzada. Lo
que significa un silencio. Lo que se siente, pero se aplaca. Todo eso lo analicé,
destripé, y descubrí durante mis años de Instituto.
Continué en la Universidad. Para entonces, visto desde la
perspectiva de este presente, ya tenía mucho camino recorrido. Mas mucho
desorden en mis ideas, también. No escondo que. De las numerosas crisis éticas
que atravesé, esta fue la más grave:
No encontraba universidad que me correspondiera. Recorrí
todas las facultades de España. Y no la hallé. Luego viajé Paris, a Londres, caminé
en los mejores Campus, y nada. Tomé un vuelo hacia los Estados Unidos. Y tampoco.
Viajé a Oriente. Porque creí que su mentalidad sería mucho más proclive a darme
la respuesta pertinente. Permanecí meses, meses, y más meses. Pero. Tampoco.
Nada. Absolutamente nada. Nadie estudiaba lo invisible.
No existía escuela universitaria en el mundo especializada
para que yo fuera capaz de continuar mi formación.
Esa fue mi
mayor caída. Una caída tan fuerte que me lanzaba de lleno en la mayor duda
existencial de mi vida. ¿Era real aquello a lo que llevaba 10 años dedicando
todo mi tiempo? No había una sola persona en mi entorno que me apoyara. Y voy a
obviar el séquito de profesionales a los que debí enfrentarme fruto de la
incomprensión de mi familia.
No es sencillo
que una familia con ideas más bien convencionales acepte que su hijo de 9 años
quiera lanzarse al detalle en el estudio de lo invisible. Principalmente,
porque aquello que me obsesionaba no entraba en su orden lógico de su realidad
de ellos. A todas luces les había salido un hijo tocado, chiflado, perturbado,
alienado, paranoico, desquiciado, ido, desvariado, alineado, delirante,
absurdo, disparatado, insensato, excéntrico. En definitiva, un loco.
En un principio
la ingenuidad (y mi juventud) hizo que yo les explicara abiertamente a mis
padres mi decisión. Pero después del rechazo y desaprobación me volví más hermético,
silenciando mi anhelo y mis progresos. Al fin y al cabo no me pareció mal que mi
estudio de lo invisible lo realizara desde una perspectiva invisible.
Y. Desde el día
que lo empecé a esconder, todo fue mucho mejor.
Pero iba por mi
crisis existencial. Y la aquella sensación de estar perdido. Todo el mundo
colocado. Con las ideas clarísimas. Siguiendo dogmas que tenían su propio
nombre. Que tenían edificio propio. Y yo perdiendo el tiempo con una cabezonería
de crío que, la madurez y continuos prejuicios de los que me rodeaban me hacía
replantear.
No obstante, Tiempo
me dio la respuesta que estaba buscando. Y me hizo ver que estaba más cerca que
nunca. Dijo el mismísimo Peter Pan a través de su personaje inventado J. M. Barrie, que: “The moment you doubt
whether you can fly, you cease for ever to be able to do it.” Lo que en la
realidad del
mundo invisible significa: “The moment you doubt whether you can fly, you are
the nearby possible to be able to do it.”
Tardé 3 años
enteros en completar mi búsqueda. Justo cuando iba a abandonar definitivamente:
comprendí lo esencial. Evidentemente, una Universidad que te va a licenciar en
lo invisible, no lleva ningún nombre del estilo “facultad de lo invisible”. Sino
que está oculta entre todas las otras facultades.
Todas las
facultades me abrían sus puertas a priori no visibles para el estudio de lo
invisible. Es más. La riqueza era inmensa. No tenía que elegir desechando el
resto de posibilidades. Todas estaban abiertas para mí.
Ese fue sin
duda el mayor de los acicates para volcarme de pleno en el estudio apasionado
de todo aquello que está, pero que es invisible a los ojos.
Estudié las carreras de arquitectura. Medicina. Filosofía.
Fotografía. Arte. Antropología. Sociología. Anatomía. Todas las Filologías que
fui capaz. Física. Humanidades. Me doctoré en Biología y en física cuántica.
Elegí las asignaturas más apasionantes de Matemáticas. Me colé en psicología.
Me apañé para conseguir la mejor bibliografía tanto de letras como de ciencias,
para seguir con mi forma autodidacta de estudiar. Conocí a “Los Grandes”. Y
empecé por indagar todo aquello que probablemente había quedado sin publicar de
Aristóteles, Arquímedes, Platón, Hypatia, Safo, Leonardo Da Vinci, Copérnico,
Newton, Einstein, Heisenberq, Bohr, Nietzsche, Sócrates, Kant, Sartre, Santo
Tomás de Aquino, Voltaire, Dostoievski, Spinoza, Leibniz (y Dios, cuantos más) para
más tarde adentrarme en aquellas otras personalidades que les acompañaron, que
jamás llegaron a publicar y que, seguramente eran más brillantes. Claro que. Lo
invisible tiene sus limitaciones. Y la mayor limitación es que no se puede ir a
buscar. Hice un postgrado en hiperincursión y fui visitar el futuro tantas
veces como fuera para sin aprehensión volver al presente. Pero lo del pasado es
más complicado. Aún así, lo intenté. Me propuse tan fuertemente dedicarme a ese
estudio de lo que ha desaparecido de un pasado que, hasta conseguí volar.
Sueños. Pensamientos. Deseos. Símbolos. Cansancios. Origen
de las Enfermedades. Felicidad. Sabiduría. Sentimientos. Palabras no dichas.
Aquellas cosas que jamás se llegaron a realizar. Todo aquello que jamás se llegó
a crear. Personas que nunca llegaron a nacer. Mundo que no existe porque cada
una de las decisiones humanas fueron otras. El vacío. Auras de las personas. Energía
de los lugares. Los sentidos infinitos. Lo que se esconde detrás de la
provocación. Lo que hay y no se ve en los cuatro elementos. Lo imposible. Lo
nunca dicho. Lo que nunca existió. Lo que nunca se consiguió. Lo que nunca se
ha intentado. Lo que nunca se ha escrito. Ni pintado. Ni soñado. Ni dicho. Ni
imaginado. Ni pensado. Las lágrimas que no se derramarán. Las mentiras que se
esconderán. Los sitios que nunca se verán. La vida que no se vivirá. Lo que se
deja de expresar. Los límites del lenguaje. Los límites de nuestra mente. Lo
que genera el origen de las cosas, que, de forma invisible, está ahí como una
semilla haciendo que de forma inexorable desemboque en una u otra cosa. Aquello
que ocurre tan rápido que nuestro ojo humano que se limita a 24 movimientos por
segundo, es incapaz de captar. Todo lo que ocurre para lo que somos, por lo
tanto, ciegos. La energía. La vida que está y jamás seremos capaz de
identificar con una mente tan cerrada. La energía. Las distintas formas de
energía. Por supuesto, que la muerte no es “muerte” como nos hacemos creer
porque luego “no vemos” nada más. El idioma del mar. El idioma de la música. El
de los animales. El idioma del aire. Del viento. Del fuego. El existir de las
mariposas. Las almas. Por supuesto, lo inescrutable de la muerte. Lo anterior
al nacimiento. Los misteriosos caminos del amor. Los multiversos. La realidad multidimensional.
Existe todo un mundo paralelo que alberga el roce de una
mano en concreto. Existe un histórico insospechado que envuelve todos los abrazos
arcanos. Hay mucho dolor acumulado en la ardiente paciencia. Existe la
invisibilidad de un momento que lo cambia todo, sin aparente explicación. Ese
momento tiene una textura. Un color. Y, si me apuráis, un olor distinto. Existe
un arte de crear el futuro por medio del presente.
Porque todo lo grande es invisible: el tiempo, el amor, la
alegría, los sueños, la pasión, y todos y cada uno de los sentimientos.
¿Qué impulsa al genio, al sabio, al artista, al escritor?
¿Cuál es la causa primera que da origen al fruto? ¿Cuál es
la causa primera de la existencia de su obra? Porque, después, la obra por sí
misma cobra vida y sentido. Pero. Hablamos de algo previo. De un primer motor.
Aquello que estaba en un estado de ser anterior, y que, desormais, se nos ha olvidado. Y a lo Orwell, lo hemos borrado.
Eliminado. Hasta parece que jamás fue.
Todo aquello que está, puede, además de no ser visible, no
ser palpable, no olerse ni saborearse. Puede no ser identificable con ninguno
de nuestros sentidos. Pero eso no significa que deje de estar. Salí de la
facultad, con una idea prócer. Escribí mi tesis ordenando el infinito ramaje de
la posibilidad de lo imposible, la imaginación de lo inimaginable, el infinito
de lo finito, el cálculo de lo incalculable, con todas las ideas que acabo de
exponer ordenadas y enlazadas de forma sutil y prácticamente impalpable. La
presenté en todas las facultades que pude y me aceptaron aquel “sinsentido”
frente a la visible realidad, encubriendo mi puntiagudo estudio sobre lo
invisible con algún título visible que de forma global, parecía apuntar a
alguna materia de las convencionales.
Tres ideas por las que me felicitaron, y son divertidas mas,
según mi punto de vista, no son de las brillantes, son “hijos de Roxette”, “el
inicio de un todo”, y “la velocidad de lo que ocurre que se nos escapa”.
De todos modos, titulé mi tesis, valientemente: “El universo
de lo imposible, invisible, y existente”. Y terminé mi doctorado exponiendo mi
tesis que versaba en detectar todo aquello que no es capaz de captar ninguno de
los sentidos que desde la infancia hemos desarrollado. Pero que tenemos muchos
más. Que existen multitud de realidades. Y que el problema radica en la
educación más temprana. Mi estudio, entre otras cosas, redescubría un lenguaje
nuevo en el que se redefinían conceptos cómo “imposible”, “invisible”,
“insensible”. Me doctoré en la especialidad única de averiguar aquello que
existe pero, que ni se ve, ni se oye, ni se saborea, ni se toca, ni se siente a
través de la intuición, ni se capta mediante alguno de los siente mil extra
sentidos que nos acompañan (si, he escrito siente mil).
El trabajo fue excelso y precioso. Mi tesis consta de 12
tomos en los que recojo desde mi primer recuerdo, la primera oleada en silencio
del mundo de lo invisible, hasta todo aquello que he conseguido estudiar
durante los 30 años siguientes.
Identifiqué todo aquello que percibí que envolvía el primer
beso que recibí con 9 años. Y luego, cada uno de los besos que siguieron
después. La oleada que me transmitió la primera mirada intensa. Y luego, cada
una de las miradas de después. Comprendí las ramificaciones nerviosas que se
movilizan en el cuerpo cuando una persona en concreto te roza una mano. Y
luego, escribí sobre cada una de las manos que rocé. Identifiqué todo aquello
que se siente y es inefable en un abrazo. Analicé los distintos abrazos. Y
conseguí explicar con palabras lo que siente la piel cuando se encuentra pegada
a otra piel. Seguí en mi disertación pasando por los apuntes de mis años de
instituto, de selectividad, de universidad, y de postgrado.
Mi tesis empezaba con las sencillas palabras de un niño de 9
años, y terminaba con lo que un adulto de 39 conseguía identificar al observar
una ausencia, un silencio, un vacío. Expresándome en un lenguaje físico,
cuántico, filosófico, matemático y astronómico. En términos cósmicos y
microbióticos. En un tiempo atemporal.
He dedicado toda mi vida a estudiar lo invisible. A aquello
que existe y está. Aunque la mayoría, lo ignora. Aunque, hemos visto, la mayoría,
cree en ello.
Por eso puedo decir hoy que, únicamente lo invisible, lo
imposible, pero existente, es la única ciencia que puedo garantizar. Curiosamente,
todo aquello que pasa desapercibido para la humanidad es la única realidad de
este mundo. Y si. He dicho ciencia.
Y tras este exordio, pasemos al incordio, como diría
Sampedro que dice Jardiel Poncela. Aquí os dejo los 12 tomos de mi tesis. Que empieza con una
frase de Pivot: “Quien no ha conocido la pasión,
no sabe diferenciar la fiebre, el vértigo, la embriaguez, y el abrasamiento”