jueves, 11 de abril de 2013
De la serie cartas a Ofelia. Carta 2002
Querida Ofelia
Hoy he venido a Oslo a buscarte porque sé que te aborrece
esta ciudad. Tú siempre fuiste más de capitales suecas.
Llevas Tiempos despotricando de lo noruego, por lo cultural.
Lo sé. Te embarqué por los pelos en aquel tren desde Bergen.
No me lo tengas en cuenta, ya conoces mi humor. Y ya sé que por los pelos no es
una expresión si no que lo hice textualmente. Pero te juro que destinaré este
mechón de tu cabello que se resistió a franquear la puerta del tren a los
mejores conjuros.
Como por ejemplo, para que te termine por gustar Oslo. Que
tiene una ópera deliciosa. Y actualmente está en cartelera Robin Hood. Evidentemente,
en noruego. Ese idioma que me encantaría, hables, para acunarme en las noches
de invierno en las que nunca estás en mis brazos y sí en los de todas esas
amantes fugaces que después de buscarte en la ópera vienen a llorarme a mí cuando ocurre que te vas a Estocolmo,
donde hoy he venido a buscarte porque sé que te aborrece esta ciudad. Tú
siempre fuiste más de capitales noruegas.
Ilusión 25.000
No dejes que la telaraña de la rutina se teja en tus ojos.
Cree siempre en la suerte.
No temas el dolor.
No te quedes sin dudas.
Y compártelas con las personas que amas.
Pero.
Si ya no te azora un torbellino, ni vibras cuando abrazas.
Si no te adentras en tierras salvajes por temor a sentirte insegura.
Si no te entregas ciega a la suerte.
Flam
Son las 8h30 de la mañana. Estoy desayunando copiosamente en
el Flambryggia. Mi mesa da a un inmenso mirador de cristal. Que a su vez da al
fiordo Sognefjord. Que a su vez da a una hiera de cuatro cabañas color grana. Que
a su vez se vuelven a reflejar en el tranquilo fiordo de los sueños. Que a su
vez capturo en mi pupila mientras me ven desayunar mientras las observo
fascinada.
A pesar de esta hora inhumana para desayunar, (teniendo en
cuenta que estoy de vacaciones y que ayer llegué a Flam a las tres de la mañana)
(y en taxi desde Voss), se despliega ante mis no-sé-hoy-cuantos-sentidos una extrema
realidad.
La muerte del color del occidente de las tristezas de las
frentes marchitas de los caminantes sin rumbo que juegan a ir a algún lugar. Las
cabins sin embargo permanecen ahí. Quietas. Con su olor a frío y con su color escarlata. Con su vida
en los sueños del agua sobre la que flota la soledad de todas las cimas que un
día fueron. Yo nado en el hechizo de las sombras de esta mañana sobre la que me
agavillo para observarlas mientras sale un frío vaho de mi boca. Y se me hiela la nariz.
No. Tampoco yo vi jamás dos álamos odiarse.
¿Acaso te llegué
a odiar a ti?
No. Y ese “No” es un absoluto.
No puedo quitar la mirada de las cabañas del otro lado de la
orilla, que venden sus reflejos a mis pensamientos, a cambio de estas líneas.
Son granates. Con un tejado abuhardillado y gris. Común a
las construcciones de todos los pescadores aborígenes. Una incomprensible
atracción hace que las empiece a escrutarlas ahora que mi estómago se ha
calmado de ese ataque de hambre repentino.
Son las 8h50. Y mi única misión se ha convertido en nadar en
el hechizo que me transporta al otro lado de este fiordo. A pesar de una futura
nostalgia. Yo que no soy muy de esperar, E S P E R O. Y observo.
Y es que, al fin.
Al fin la veo.
La veo salir desde la primera cabaña de la derecha.
Es una chica joven.
Va muy abrigada.
Es una chica joven.
Va muy abrigada.
Pero
Me quedo sin aliento.
No me voy a ahondar en prolijas explicaciones. El caso es.
Mi corazón patea como una fiera insomne: esa joven se parece asombrosamente a mí.
Ella se despereza. Se acerca al balcón. Mantiene en sus
manos una taza humeante. Y se queda un buen rato apoyada. Aletargada. Parece se
acabara de despertar. Como si no tuviera hambre y si un poco de pereza. Esa
pereza agradable al solaparse con la visión de algo tan extraordinariamente bello.
Nuevo. Inusual.
Parece también que me estuviera viendo. O a ella misma. En
esta mesa desayunando al otro lado de la orilla. Aceptando esta imposible realidad.
Sobre ella crece la alta montaña que separa Myrdal de Flam. Se
erige muy pequeña rodeada de tanta inmensidad. Parece frágil. Pero de esa
fragilidad del cristal que no indica debilidad sino calidad. Y el paisaje que
la envuelve dignifica su grandeza.
Se estira de nuevo. Entra en la casa. Y sale con otra taza más
de lo que presiento es otro café. Bien caliente por favor que desde aquí se ve
el humo. Se entrega al paisaje. Al frío glacial del fiordo.
Como si fuera impermeable al frío, saca del interior de la
cabaña una mesa a la terraza. En el preciso momento en el que se sienta, recibe
en la cara los primeros rayos de sol. Definitivamente la reconozco.
Soy yo.
Enchufa su portátil. Y ahora si, se echa sobre los hombros una manta mientras va bebiendo a sorbos su café.
A sus pies el santuario del agua de la vida de los sueños.
Y algo más lejos, en la ventana del restaurante del Flambryggia,
me tiene a mí desayunando. A mí en otra dimensión de ideas. A mí en otra
decisión. Me tiene a mí en una realidad tan paralela como real es el imaginario
de nuestros pensamientos más potentes.
Y, como tenía previsto en este viaje relámpago, empieza a
escribir componiendo los sofismas que me hacen desaparecer de aquí, para
trasladarme para siempre a la realidad de ella.
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