Y me robó mi sonrisa.
Lo hizo como esos carteristas del metro, que no te dan ni un
solo tirón. Y tú, incapaz de identificar si fue al principio o al final del
viaje, no paras de hilar haciendo memoria. Solo te has dado cuenta cuando la
necesitas. Cuando te metes la mano en el pantalón y está vacío. No más
sonrisas. No me queda ni una sola de ellas.
A veces, esa intuición, esa intuición que tenemos que nunca
escuchamos, me decía, cuando estaba en frente, que ahora ya sonreía bonito. Y cada
vez más. Cada vez mejor. A medida que pasaba el tiempo yo me enamoraba más de
esa sonrisa sin ser consciente del tipo de injusto que se estaba cometiendo delante
de mis propias narices, yo víctima y cómplice a la vez. Sonrisa con los labios.
Con los ojos que se rasgan hasta brillar. Con la parte baja de las ojeras que
se sonrojan. Con los hoyuelos. Sonrisa interior que te hace vibrar desde los
huesos hasta el último de los pelos, y con la que resplandeces con un halo de
atracción y magia.
Lo sé. Yo con mi sonrisa le enamoré primero. Me lo confesó
con un cuento de Sacheri. Pero calló muy bien que, cual aventajado ladrón de guante blanco, esperaría la mejor ocasión, o un montón de pequeñas ocasiones para, poco a
poco, quitarme mi más preciado valor.
Da igual. Solo tengo que volver a reconstruir el gesto. Y
con todo mi empeño lo conseguiré. Intentándolo de nuevo, repitiéndolo día tras día. Poniendo toda mi naturalidad, mi optimismo y mi fe en conseguirlo. Aunque durante ese esforzarme escuche a lo lejos esas carcajadas ahora suyas,
entre amigos, entre amigas, que, reconozco perfectamente, un día me
pertenecieron.
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