Al pie de la cama el yelmo, dos brazaletes, dos grebas, y las hombreras de metal. También yacían el peto, las dos coderas, la pancera, y la falda de loringa junto a la barbera.
Entremezcladas, unas púas de hystrix cristata, (o puerco espín), y trozos de gruesa corteza de secuoya.
Todo eso en el suelo. Desordenado. Inerte. Inanimado.
Y en la cama, una lucha cuerpo a cuerpo de caricias, besos y pasión. Este es el único lugar fuera del mundo. El la ama a ella mucho. Ella un poco menos, pero también. Como en un ring de boxeo. Como en un ballet. Sin abalorios ni pertrechos. Apasionados, tiernos, sinceros, cómplices, mágicos, puros y expuestos.
Antes del alba él se sienta en el borde de la cama y con gesto lento pero decidido se la vuelve a poner: aquella armadura desde la cabeza a los pies. Ella, del otro lado, sin dirigirle palabra, empieza a colocarse también por cada trozo de su piel, la gruesa corteza que se le queda pegada. Y desde el cabello hasta la espalda aquellas púas que la protegen muy bien.
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