Doña Margarita
Era Jueves. De nuevo
jueves.
Todos los jueves a las
diez de la mañana la gerente del estando de Sant Jordi recibía ese libro que,
hacía tiempo, todo el pueblo estaba esperando.
Hace unos meses Doña
Margarita pensaba jubilarse. Afortunadamente, o no, ya casi nadie fumaba en
Sant Jordi. Había sabido reinventarse, y su estanco era más parecido a una
librería que un lugar donde vender tabaco. Pero la siguiente reinvención, decía
Doña Margarita, había que dejársela a los jóvenes. Ella ya se quería jubilar
para terminar de apagarse en su casa en la montaña, junto a sus libros, su
chimenea, y su gato.
En uno de sus
reinventares, decidió ser comercio colaborador de la sociedad
"inpost", para ver si eso traía más afluencia de clientes y de paso a
su estanco en el que, había días, no entraba ya nadie.
Fue una buena idea, y la
estrategia devolvió visitas y algo de movimiento a su tienda volviendo a sonar
la campanita de la puerta. Entraba gente variopinta que venía recoger los
bultos de amazon. Sin embargo no dejaban ni un euro o como mucho se llevaban un
paquete de chicles o alguna tarjeta de felicitación. Poco en comparación a lo
que Doña Margarita fue en su época gloriosa. Ese sentimiento la entristecía y a
la vez le reconcomía el ego al rememorar una gloria de la que cayó.
Un viernes, apareció por
la puerta una chica sonriente. Con la referencia de su pedido de inpost, iba a
recuperar un paquete que bien parecía un libro. Algo en la mirada de la chica,
o en su pelo, o en su voz... o en la forma de caminar o de moverse, recordó a
la gerente cómo era ella de joven. Muy parecida a esa bonita chica. Con
bastante menos seguridad, y menos simpatía.
Doña Margarita encontró
el paquete enseguida, se lo entregó, y la chica se fue tan contenta que algo en
el corazón de Doña Margarita se relajó, pensando que ese sí que había sido
bueno. Y por primera vez en mucho tiempo, cerró el estanco feliz.
El paquete de la chica llegaba todos los jueves al estanco.
Doña Margarita apretaba un botón de "recibido", y le llegaba un
mensaje a la joven el jueves por la tarde y el viernes sobre las 10h estaba
allí.
Empezaron a hablar un poco más algún día. Ella vivía al otro
lado de la isla. La empresa que le mandaba el paquete no hacía entregas a
domicilio, y el único establecimiento colaborador que había aparecido en la
página web era el de Sant Jordi, el estanco de Doña Margarita.
Esos 10 minutos de charlas de los viernes, le daban la vida
a la mujer mayor. La chica que era muy educada, siempre le compraba algo. Que
si chicles, que si globos, algún bloc de dibujo, lápices de colores,... Le
confesó que le encantaban las papelerías. Y que ese estanco tenía un encanto,
una disposición y unos colores tan embriagadores que le era imposible irse sin
llevarse alguna cosita.
Un jueves, Doña Margarita recibió el paquete de la joven
abierto. Y, para intentarlo arreglar, sacó lo que tenía dentro. Cuál fue su
sorpresa cuando vió que no se trataba de un libro cualquiera, sino de un
diario. Era una especie de fotolibros como los que hacen hoffman o fotoprix,
pero lleno de páginas escritas.
Sin pensar en ética ni moral, desenfundó sus gafas de
presbicia, y se puso a leer. Viajó por todo un mundo maravilloso de historias
que dormían en su pecho. Recordó cuanto amó, las veces que viajó, recordó a su
familia, a sus amigos. Rió, lloró, y sobretodo viajó muy muy lejos. Los diarios
tenían como nombre "diario de viajes" y después el número correlativo.
Ella empezó a leer el número 132. Estaba escrito en números romanos, y era algo
así CXXXII.
Empezó a hacerse costumbre esa intromisión, y luego cerraba
el paquete, y ponía el aviso tocando el botón para que la joven viniera el día
siguiente a por él.
Un jueves, mientras Doña Margarita estaba sumida en la
lectura sin prestar atención a lo que ocurría en su tienda, entró la pescadera
del pueblo. La observó y, con una curiosidad imperiosa, se unió a ella en la
lectura. Decidió volver el jueves siguiente. Y al cabo de un mes, vino también
con su hija. La excusa fue que la literatura era excelente. Era una forma de
describir con una prosa lírica llena de tropos, metáforas un día a día con
planeamientos sencillos repletos de filosofía, de análisis y de historias
sugerentes en las que, poco a poco, conocías a los personajes que intervenían
convirtiéndose en tus mejores amigos.
Pero claro. Sant Jordi
era un pueblo pequeño. Era un pueblo con un estanco, una farmacia, una iglesia,
un supermercado, una escuela y una pescadería. Tenía el pueblo, eso sí,
bastantes casas. Pero por lo demás parecía un pueblo fantasma en el centro de
la isla. El único día que Sant Jordi vivía un poco era el 23 de abril, en el
que se llenaban sus calles de libros de las librerías de todas las islas, y
todo el mundo se paseaba para rápidamente, volverse a ir y no aparecer por esas
calles hasta el día siguiente. Ni un restaurante. Ni un centro de mayores. Ni
un lugar en el que hacer alguna actividad extraescolar los niños.
La historia del estanco,
por lo tanto, corrió como agua de río en primavera y fue el deleite de mayores
y niños que incluso faltando a la escuela o animado por los profesores, se
unían para no faltar a la cita los jueves por la mañana. Doña Margarita despejó
de su estanco las estanterías dejando un espacio suficiente para el numeroso
público que iba a escucharla leer, todos los jueves entre las 10h y las 11h,
sobre las peripecias y sentimientos más profundos de esa chica.
Pasado el gran momento,
Doña Margarita volvía a guardar el diario con cuidado, y cerraba el paquete de
nuevo para, el viernes puntual como un reloj, dárselo a su dueña guardando con
recelo el secreto de que sabía de memoria cada uno de los arrebatos de su
interior.
A medida que pasaba las
semanas, algo en el pueblo cambió. La gente era mucho más feliz. Se saludaba.
Comentaban sobre temas más o menos profundos. Analizaban. Querían saber la
continuación, o se la inventaban. Y en el pecho de cada uno de ellos palpitaba
una ilusión, y un deseo de que vuelva a ser jueves por la mañana.
Así discurrió todo el
verano, y luego septiembre, y octubre. Y la pescadera llevaba pescaditos
fritos, la del supermercado fuet con pan y vino, y tanto madres como niños
algún otro tipo de merienda para completar la reunión más divertida que,
seguramente, nadie en el mundo había conocido. Hasta el párroco de la iglesia
tomó frases, formas de pensar, ideales de los diarios y, por sorpresa, las
misas de los domingos empezaron a llenarse mucho más. Todos querían más.
Querían hablar de cada uno de esos personajes vivos, de su forma de pensar, y sobre
todo, saberlo todo sobre la chica que tenía una vida muchísimo más divertida
que la de todos los demás.
Empezaron a quererla
conocer. Lo primero fue un viernes a las 10h, un niño escondido. Al viernes
siguiente, la pescadera con su hija. Y al siguiente más de 10 personas se
unieron cerca del estanco, medio a escondidas, medio disimulando, lo que,
definitivamente asustó a la joven que ya nunca más volvió.
El pueblo quedó
esperando y esperando. Y tras la decepción de no volver a tener más jueves
regalo, Doña Margarita cerró su estanco y llegó noviembre sumido de un frío
gris.
Marinna.
Marinna decidió seguir a
Robin Sharma. También a Brian Tracy. A Goleman. A James Clear. A rafael
Echeverría, a Alexander Lowen, a Marco Aurelio, a Clarissa Pinkola, a Covey, a
Saint Exupery, a Sampedro, y a muchísimos más.
Decidió levantarse todos
los días a las 4 de la mañana, para en primer lugar agradecer al mundo
absolutamente todo lo que tenía. Luego hacer algunos movimientos de yoga que,
cada vez, iba complicando más, luego meditaba, leía a sus Grandes Maestros, y
se ponía a escribir su diario que, poco a poco, era el compendio de su vida, el
análisis de donde quería llegar, del lugar en el que estaba, del por qué de
muchísimas cosas suyas, y en definitiva, el llevar la luz a cada uno de los pliegues de su alma.
Después, a eso de las
6h30 hacía una hora de deporte compaginando cardio y fuerza, se duchaba y
estaba lista a las 8h para empezar su día, entregada a los demás.
Sus diarios tenían
varias utilidades. Por un lado era su mejor terapia de desahogo. Mostraba su
peor parte, sus dudas, sus miedos y todas sus inseguridades. Por otro lado le
ayudaban a analizar todo eso. A poner orden. A pensar y reflexionar. También la
hacían crecer y posicionarse, cada vez, más cerca de ese perfil de sabia que
ansiaba ser. Por otro lado, al exponerse tanto, veía con ojos críticos qué
parte de su sentir no tenía sentido, y qué miedos debía combatir. También le
ayudaba a trazar su rumbo. Sus metas de cada día. De cada semana. De cada mes.
De su vida. Y como le encantaba escribir, podía explayarse a sus anchas con
todo lo anterior.
En ellos reflexionaba
sobre las personas que admiraba. Sobre las que no. Sobre los comportamientos
sociales. Sobre sus amores. Sobre sus amigos. Sobre su familia. Sobre sus más
ansiados deseos. Y sobre todo un mundo interior que estaba cerrado a cal y canto,
a llave, absolutamente cerrado para cualquier persona exterior. Incluso cerrado
a esas personas que tanto había amado y con las que tan transparente siempre
había sido.
Al principio, ir al
estanco le parecía un trayecto demasiado lejos. Una hora de coche de ida, y una
de vuelta, era excesivo. Luego cambió su forma de pensar y poniéndose un
audiolibro en el coche, era su momento. Doña Margarita se portaba siempre muy
bien con ella. Y el lugar, a pesar de vender tabaco, que era algo que no le
gustaba, era un lugar embriagador. La conversación de la anciana era agradable.
Y tenía todo un poco de magia: el pueblo, el estanco, los ojos de Doña
Margarita, y sus manos llenas de arrugas pero con una piel suave y firme para
ser una persona mayor.
Lo que ocurrió fue, en
varias ocasiones, que al ir a abrir sus diarios, vio que no tenían ese olor a
tinta recién impresos. La caja se había cerrado con un celo por encima, y ya
nunca más la mujer se había disculpado porque el paquete había llegado medio
abierto, como hacía con ella las primeras veces.
El último viernes antes
de su descubrimiento vio encima del mostrador el mismo celo que el que cerraba
el paquete que había sido abierto, lo que la animó a ir al pueblo el siguiente
jueves muy pronto, para intentar averiguar algo, sin saber muy bien el qué.
Quedó impresionada.
Violentada. El mundo se le cayó encima. Todo se zarandeó. Vio de primera mano
todo lo escondida que pudo pero con tanta gente era imposible que la viera a
ella Doña Margarita, cómo sus más profundos secretos eran expuestos frente a una
multitud de desconocidos que los esperaban sedientos.
Sintió una traición tan
absoluta que, su reacción con el corazón en la garganta, las rodillas de
mantequilla y una quemazón en el pecho, fue ir el viernes sin decir nada y
dejar de mandar a imprimir sus diarios.
De hecho estuvo varios
días sin escribir. Entre dolida y avergonzada. Pensó en ir a hablar con la
anciana explicando que eso que había hecho estaba muy mal. Que era una especie
de secreto profesional que había sido violado. Que la correspondencia es privada
y que todo el daño que ella le había causado en la vida lo iba a poder
remediar. Que qué clase de ética tenía, y que debería haberlo tenido en cuenta
de alguien que vende trabajo poco más se puede esperar. Todo eso le ardía en
sus va y venes.
Y no paró de pensar y de
reflexionar el lugar exacto en el que esto le dolía. Si realmente era una
traición. Porque entre ellas no se conocían. También pensó que una mujer mayor debía
ser más sabia que una joven. Y su actitud entraba en conflicto con sus
paradigmas.
Al cabo de semanas
dedicando sus mañanas al desahogo, al deporte, a leer, y a no escribir nada,
consiguió darle la vuelta a todo. El esparcir de una manera tan sucia su
intimidad, podía verse de otra manera. Entonces se puso en los zapatos de la
anciana. Y sin saber muy bien por qué, entendió el declive, la caída, la
desilusión. Decidió volver a coger su coche y conducir hasta el pueblo.
Lo vió desangelado.
Triste. Vacío. Los niños paseaban cabizbajos. Hacía mucho frío ya entrado
diciembre. Y a todas esas personas les costaba, más de lo normal, por alguna
extraña razón, sobrevivir a una vida que era más hostil en ese rincón de la
isla.
Tuvo una idea. Volvió a
su casa. Se puso a escribir. A escribir desde un lugar mucho más profundo de lo
que nunca ocurrió. Escribió durante más de dos días seguidos a penas sin
dormir. Añadió 6 tomos a lo que tenía escrito desde antes. Y mientras escribía,
se puso a reír, también lloró. Vació hasta el último trozo del hígado de su
alma. Escribió con los huesos. Con las vísceras. También con el corazón. Con
todo el alma. Y con la amígdala. Escribió sin ser ella la que escribía porque,
al cabo de un buen rato era alguien superior que había tomado sus manos sobre
el teclado con una habilidad y clarividencia muy superior. Luego por fin, pudo
descansar.
Cuando hubo dormido
bien, volvió al pueblo y empapeló cada rincón con un poster bastante
profesional que decía "próximas entregas, en Navidad, lugar, tabacalera de
Doña Margarita, días 22, 24, 25 de diciembre a las 10h. Y seguirán 31, 1 y el
día de reyes, también a las 10h"
Luego se fue. Y volvió a
mandar a imprimir sus diarios catárticos, poniendo la dirección del estanco.
Vía "inpost". Para comprobar que todo iba viento en popa, se dirigió
de vez en cuando al pueblo y vio que, efectivamente había una revolución. Doña
Margarita estaba decorando su estanco por Navidad, mientras más de un vecino
llevaba sillas hacia el interior. Cada uno de los comercios repartían los
posters que habían fotocopiado, a los vecinos de Sant Jordi.
Sin decir nada, Marinna
se acercó a la anciana y la abrazó. La besó en la mejilla suave y arrugada y le
deseó feliz Navidad.
Al llegar el día 22, el
estanco estaba repleto de gente alegre que había venido vestida con sus mejores
galas. Marinna, tímida quería disfrutar como observadora anónima con una mezcla
de miedo y de emoción. Doña Margarita, que había dispuesto una chimenea y un
sillón mullido de pana de cara a todo el público y tenía a su gato en el
regazo, dispuesta a empezar la lectura, paró. Llamó a Marina. Y le pidió que
leyera ella.
Marinna de nuevo
violentada, que pensaba permanecer en el anonimato tuvo un primer arrebato de
negarse rotundamente y salir corriendo. Pero le envolvieron tantas miradas que,
en lugar de dagas fueron como caricias de plumas y terciopelo que superó su miedo,
sonrió, y se acomodó en el sillón, empezando a leer y a relatar. El gato se le
subió al regazo. Doña Margarita le trajo una taza de te con leche con miel y
canela. A medida que levantaba la mirada, Marinna veía los ojos de niños y
mayores llenos de ilusión, de sonrisas, de lágrimas, de todo un amalgama de
emociones que, también, la emocionó. Al terminar todos le daban las gracias.
Así fue cómo en Sant Jordi, empezó esa Navidad para permanecer eternamente,
animando jóvenes y viejos a escribir sus diarios, y, los más valientes, una vez
a la semana ir a recitar en medio de toda esa gente, vecinos, amigos, un pueblo
unido lleno de literatura que compartir con toda la humanidad.