sábado, 9 de agosto de 2008

Un 9 agosto de 2008


Tengo el despacho de la oficina patas arriba. He abierto todos los armarios y he sacado todas las carpetas para “organizarlo”. Ayer fue fiesta en Ibiza. Eso me proporciona un fin de semana bastante más largo que de costumbre, para poder ordenar ideas, las que voy apuntando en una carpeta que tengo titulada “ideario”, que por fin hoy tengo tiempo de abrir para leer, en lugar de tirar notitas y papeles, para al fin estructurar y poner en práctica.

El hecho, es que antes de abrir esa carpeta y pensar en como empezar esas nuevas buenas ideas que solo se consolidarán con ayuda del tiempo (siempre el tiempo, dicen que es el mayor aliado) y con colaboración (siempre colaboración, multiplica fuerzas), he decidido organizar lo que ya tengo creado, y como no, tirar todas las cosas inútiles.

Entre montones de expedientes, entre mis primeros juicios, primeras grabaciones en sala y cantidad de documentación que atenta contra los árboles amazónicos (que lo único que puedo hacer es reciclar…) y entre la cantidad de cosas que me han venido a la mente rompiendo y ordenando 6 años de trabajo sin pausas para esto que estoy haciendo ahora, he encontrado un plástico, con el lomo trasero azul y el delantero transparente, en el que había colocado un cuarto de folio en blanco, en el que había escrito concienzudamente a ordenador, con letras grandes y mayúsculas “ PAPÁ”.

Es curioso como había olvidado esa carpetilla. Hace ya años, colocaba allí todas las cosas que no tenía claras. Todas las preguntas que le quería hacer. Todas las cosas que me tenía que explicar, o todos lo consejos que quería recibir. De repente, mi mente me ha llevado a aquella oficina de 60 m2, a finales del 2001, y a principios del 2002. Mucho más joven que lo que envejecen 6 o 7 años, por todo lo que ha pasado.

Me he visto de fuera. No sabía nada. A todo decía que si. A todos los clientes les sonreía. Mi padre estaba a mi lado a veces. A veces estaba sola en la oficina porque él tenía que ver algún cliente o estaba de reunión. Yo no entendía que, conociendo su carácter, se enfadara tan poco conmigo cuando hacía las cosas mal. Cuando decía que si a algo que era que no. Cuando hacía algo de una forma cuando claramente había que haberlo hecho al revés. Me sonreía mucho. Me presentaba a todos. Me observaba y me explicaba las cosas sin tener en cuenta esos errores, demasiado bien recibidos. Yo tenía 21 años. Recién licenciada. El 66, con unas ganas locas de jubilarse. Estábamos los dos. Codo a codo. Nadie más que nosotros dos. Me quedaba por las noches dando vueltas a las cosas. Me quedaba, no hasta muy tarde, porque entonces no me dejaba, más tiempo que él, y apuntaba en folios dudas. Y guardaba en esa carpetilla expedientes, para, al día siguiente o cuando fuera que él tuviera un minuto, preguntárselo.

Con el tiempo me fui obligando a utilizarla cada vez menos, y a no utilizarla. Al principio no fue tanto porque ya no lo necesitaba. Necesitarlo era fácil. Había mil puntos de vista que compartir. Mil historias que comentar. Me fui obligando de forma consciente, para relajarlo. Porque ya llevábamos más de 6 meses trabajando juntos, porque ya estaban las niñas, que, a su vez, me preguntaban a mi… y no dejarían de hacerlo… Porque ya era por enriquecimiento. Por curiosidad. Pero también porque tenía 67 años y se había ganado con creces la tranquila jubilación. Los viajes, y toda es vida que tenía programada y de la que hablaba desde los 60, cuando ni habíamos empezado la carrera en Madrid.

Además, luego vinieron más personas en el equipo. Luego vino la mudanza. Y luego vino mi hermano.

No recuerdo el momento exacto en el que la carpetilla azul fue a caer en este armario. No recuerdo haberla utilizado ni una sola vez en este despacho, en la oficina nueva, en la que llevamos más de 4 años ya.

Mi padre sigue viniendo, entre viaje y viaje, de vez en cuando por la oficina. Le gusta esto. No me extraña. A quién no le abduce esta continua actividad. Esta continua fuente de todo, que te hechiza, te emboba y que te embauca el tiempo y no te deja marchar hasta las tantas de la madrugada.

Muchas veces se pasea solo para observar. Entonces las niñas que lo quieren tanto le preguntan “Claudio, ¿un café?”. Y él sonríe. Claramente está pensando en otra cosa. Entonces muchas veces insiste en conversaciones en las que involucra su opinión con alguna idea que, con el ritmo que tenemos, nos parece absurda. Entonces insiste más. Muchas veces terminamos a gritos. Somos los tres bastante expresivos y aunque en seguida se nos pasa (carácter Almunia), puede que desde fuera impresionemos bastante. Pero, finalmente, mi hermano y yo, aliados hasta extremos inimaginables, no le damos la razón. Entonces él termina por decirnos que la experiencia nos lo hará ver, más adelante, y de forma extraña, calma el ambiente.

Voy a poner esta carpetilla encima de esta mesa. La he limpiado porque está llena de polvo. Como al principio. No para preguntarle, sino para guardar recopiladas las cosas que él va diciendo. No se parece nada su sistema de trabajo al nuestro. El nuestro es más rápido. Obviamente, gran parte se debe a que lo tenemos todo informatizado, no es mérito nuestro, sino de la ciencia. Además tenemos más volumen porque hemos ampliado las actividades… Él se pasaba horas hablando con los clientes. No le importaba porque parecía nunca tener prisa. Les contaban su vida, y él opinaba de todo. En realidad es que sabe opinar de forma agradable sobre todo, y además, cuando le apetece, solo cuando le apetece, entonces te regala alguna historia extraordinaria sobre Marruecos que de deja asombrado al que se ha transformado en su oyente, que de repente quiere más.

A pesar de su carácter. A pesar de su exigente actitud. A pesar de su fuerte voz, que emplea demasiado a menudo… todo el mundo le quiere. Todos los clientes que lo conocen preguntan por él, y si tienen la suerte de encontrarlo en la oficina, todo son sonrisas y abrazos. Nada de falsos. Nada de exagerados. Son abrazos de un cariño real. De un sentimiento que han cuajado los años. Los problemas. La historia. De una época que jamás conoceré. Una humanidad que no he llegado a dar a mis clientes. Porque soy más fría en las relaciones. Porque no le puedo dedicar más tiempo a uno sin que le esté quitando tiempo a otro. Puede que un tremendo error…

Si, voy a poner esta carpetilla encima de esta mesa. Se que, como mínimo, me traerá suerte.

Un abrazo.