lunes, 12 de octubre de 2009

Ilusión 179

Y un día leí en Malena es nombre de tango… “ De qué me voy a quejar, si perdí a Jaime es porque un día lo tuve. No, no cambiaría eso. Porque yo tuve suerte, mucha suerte, y si mi caída fue brutal, si me hice tanto daño, fue porque cuando me estrellé contra el suelo venía de muy arriba. De muy muy arriba”…

Está claro que, analizando la caída de Malena, se trata de esas caídas antes de llegar a la cima, pues desde la cima ya no te caes. Y durante la ascensión, una subida increíble, en la que la descarga de adrenalina te exalta, la belleza del paisaje te ciega, el aire tan puro te asfixia, y la imagen de la meta provoca que absolutamente todo, todo, sea la mejor predisposición.

Y la cima te la imaginas tu propio paraíso. Nunca el que te regalaría un tercero que no te conoce y, por lo tanto, no acierta… No. Te lo imaginas al milímetro a tus mayores ansias, a tus mejores sueños, a aquello que ni siquiera te atreviste a soñar. Incluso a parte de un mundo ajeno que quieres hacer propio pues, cuando te enamora algo, también te enamora su entorno, y su acceso a él…

Si levantas la vista, entre arroyos y valles, lagos y bosques, cabañas y colores, la cima se encuentra tan alta que se pierde entre las nubes que la rodean, a pesar de aquel cerúleo cielo, que te transmite con tranquilas palabras que claro que debes subir hasta ahí… cueste lo que cueste. A pesar de un todo. A pesar de un contra todo. Que más da lo que se complique el trayecto. Pues siempre se ve fácil cuando se sabe lo que se quiere… y yo… voy siempre con flecha… y se lo que quiero. Desde siempre lo supe… No puedes imaginarte la seguridad que eso da.

Abro los ojos… caigo de nuevo en la realidad, tengo el libro en las manos y sigo leyendo… Hace muy poco que he conseguido volver a leer… es como si aprendiera a andar. Y así resulta que leo poco a poco, porque mi mente se despista. Cada poco tiempo de lectura se despista. Y va a ese monotema. A esa alegórica cima increíble, idolatrada, ansiada, deseada, principio y fin que hasta hace muy poco, me había impedido hacer cualquier otra cosa que no se tratara pensar en ella… Hoy, tras mucho esfuerzo y la misma predisposición, consigo, concentrarme algo y a trozos leer… no mucho tiempo ha, eso me era imposible…

Preferiría que me regalaras un libro, o un plumier de madera...-Escúchame, Malena. Ya me he dado cuenta de que no te hace mucha ilusión, pero sin embargo este diario te puede ser útil. Escribe en él. Escribe sobre las peores cosas que te pasen, esas tan horribles que no se las puedes contar a nadie, y escribe sobre las mejores, esas tan maravillosas que nadie las comprendería si se las contaras, y cuando sientas que no puedes más, que no vas a aguantar, que sólo te queda morirte o quemar la casa, no se lo digas a nadie, cuéntalo aquí y volverás a respirar antes de lo que te piensas, hazme caso”

Cuantas veces he temido contar a terceros eso que he sentido… convencida de que jamás ellos lo podrían llegar a sentir pues, adoptan la vida en su vertiente cómoda, segura, estable, dócil… como si se tratara de niños que han asumido el ser educados para no tener ninguna inquietud más… He temido expresar hasta donde he amado, y hasta donde me han amado… para no dañar al que esa sensación no ha conocido. No ha vivido. No ha sufrido. No ha sentido. He escondido la ilusión de mis ojos, para no dañar a aquel de mirada calmada, que ya no tenía motivo de ilusionarse, pues la rutina habría invadido cualquier atisbo de ilusión…

Odiosa soberbia… cada uno es como es. Y es admirable la estabilidad. La inicial, o la de después de la tempestad, particular, de cada uno… pues cada uno tiene su tempestad.

Hace ya algún tiempo que dije que era difícil que algo me desilusionara… hace más tiempo aún que lo asumí. Más adelante, bastante adelante, lo pude exteriorizar. No es cuestión de despecho… o si es cuestión de despecho… el caso es que es cierto que ya nada me pueda desilusionar...(… ¿será eso el colmo de la desilusión…?)

"Y no tengas miedo, porque tampoco va a pasar nada. Nunca pasa nada [...]Mírame, Malena, y escúchame. He vivido casi medio siglo, he pasado por tragos mucho peores, y he aprendido que sólo cuentan dos cosas. Una, y esto es lo más importante, que nadie te va a poder quitar en tu vida lo que has bailado ya. Y dos, que a pesar de las apariencias, no pasa nada. Nadie mata a nadie, nadie se suicida, nadie se muere de pena y nadie llora más de tres días seguidos…”

Y sin embargo… cuando llega el final del final… cuando ya ni siquiera puedes ponerle al punto final los puntos suspensivos… cuando no te importa demostrar esa dureza a pesar de seguir amando… cuando en el fondo necesitas demostrarla para enfrentarte al desdén, al desprecio, a ti mismo…

Tras los dos meses en blanco… demostrarte a ti. Demostrar a mí… ¿Demostrar a quien más…? ¿Demostrar para qué…? De que sirve ser el más fuerte de los fuertes para que, la próxima vez, si es que existe una próxima vez, la coraza que haya que abrir, dañe tanto a ti, tanto a él… Y si. Si. Prueba superada… has superado ese sueño parecido al amor… Has aguantado. Cuando has tambaleado, no lo has demostrado. Cuando querías gritar. No has gritado… Y cuando ya no podías mas, en un estado de ánimo veleidoso, cualquier subterfugio para dirigir tu debilidad servía, por muy humillante que fuera para un ego dolido, con tal de que él no viera tu debilidad… cualquier escapatoria servía. Con tal de resurgir, a sus ojos, capaz de seguir. De seguir sin que se vea más que fuerza y felicidad. Y todo se resume al suicidio de un sentimiento. Un sentimiento nacido no se porqué, pero de entre los mejores sentimientos. De entre los más bellos parajes. Con las mejores fragancias y candelas. Las mejores sonrisas. Los más bellos recuerdos de una vida. Las más increíbles ilusiones. Algo mágico que llega como un regalo… envolvente de asaz hedonismo. Como una explicación de todo, un principio de todo. Como el camino que siempre buscaste, la meta que siempre quisiste conseguir, que, sorpresa, te llevará a aquella otra meta, y a aquella otra más,… todas tan y tan altas… creando un sinfín de ellas, motor de inquietudes, sin suficientes pulmones para aspirar tanta y tanta vida…

Se que, tras algo así, puedo estar dos meses en silencio. Se que puedo matar lo que siento creyendo lo que me propongo creer… Creerme fuerte me hace fuerte. Lo odio.

Se que puedo vivir con alguien sin dirigirle la palabra, durante un día, dos, una semana, un mes, un año, dos años… y sobrevivir, con mi coraza. Asusta. Me asusto… Se que además, puedo hacer creer que soy feliz. Incluso despertar envidias ajenas por tanta felicidad… Lo odio.

Y luego que… una vez que eso se ha matado. Que, conscientemente, lo has tapiado para que deje de molestar. Para que deje de incidir de forma punzante en el camino que has trazado de forma laboriosa y consciente, y que al fin y al cabo se llama tu felicidad… Dime de que sirve… creerte capaz de conseguir poder matar todo lo bueno. De que sirve creerte capaz de algo así. De que sirve proponértelo, conseguirlo, sobrevivir… De que sirve no dejarte morir… si tu camino significa olvidar todo aquello que te hizo temblar. Te lanzó al cielo. Te enseñó a volar…

Recuerdo cuando me contaban…
“Hace más de un año que la he dejado… y sigue, de vez en cuando, alguna tarde más difícil, llamándome, llorando, diciendo que no puede vivir sin mi… y yo pienso… un poco de orgullo coño… ya no hay vuelta atrás después de lo ocurrido… un poco de orgullo joder, tiene que aprender a …” Y yo argüía: “A qué tiene que aprender… ¿a fingir? A no decirte a ti, que lo has sido todo para ella, a no decirte a ti lo mal que está… Evidentemente no te merece… el problema es que todavía no se da cuenta, pero se dará cuenta, en breve, que no te merece… ojala nadie me hubiera nunca enseñado a fingir…”

Esa pureza… ese estado en su puridad que muestra a flor de piel los sentimientos, sin esconderlos, sin luchar contra ellos… cuando ya no se puede luchar… cuando son los sentimientos los que te derrotan. Y más lucha significará matarlos. Y por lo tanto, suicidar mucho de ti…

Y es que en este mundo no son las personas las que derrotan. Deberían ser palabras prohibidas, no se debería hablar, refiriéndose a las personas de derrota, de fuerte, de débil, de orgullo, de ego, de mediocridad… para tratar este tema. Y no comparar. Y no encasillar. Y hablar exclusivamente de un tú. Y de un yo. Y de un hacer lo que haya que hacer para que sea para siempre. A pesar de todo. A pesar del otro tú. A pesar del otro yo. A pesar del resto del mundo, que no dejará de girar. En aquella forma que diablos quiera que sea. Mañana podemos dejar de estar aquí, y, no haber dicho nada.

“De nada –contesté–. ¿Puedo preguntarte una cosa?
—Claro.
—¿Tú comes vísceras?
Se echó a reír y encogió los hombros antes de contestarme.
—¿Por qué quieres saber eso?
—Es un secreto. ¿Comes o no comes?
—¿Callos, riñones, sesos y cosas así? –preguntó, yo asentí con la cabeza–. Sí, claro que como. Me gustan mucho, sobre todo el hígado encebollado, los riñones de ternera y las mollejas.
—Lo sabía –murmuré.
—¿Qué?
—No, nada.
—¿Otra vez nada?
—Sí... ¿Puedo pedirte un favor? –me levanté, cogí el vaso de la mesa, y le miré. Él asintió con la cabeza. Intentaba disimularlo, pero estaba muerto de risa–. Déjame tumbarme en el diván.
—Pero ¿por qué? –estalló por fin, en largas carcajadas nerviosas–. Si eso está pasadísimo de moda.
—Ya, pero me hace ilusión.
Sin dejar de reírse, movió afirmativamente la cabeza.
—¿Y qué me vas a contar ahora?
Su voz sonó desde un lugar muy cercano, situado justo detrás de mi nuca, y me giré perezosamente sobre un costado para encontrarle precisamente donde suponía, sentado en una silla.
—¿Qué haces ahí?
—Ah, ésas son las reglas del juego. Si tú te tumbas en el diván, yo me tengo que sentar aquí.
—Pero entonces –sonreí–, tú me ves a mí y yo no te veo a ti.
—De eso se trata –bajó el volumen para cambiar de tono–. Y te advierto que luego te tendré que cobrar.
—¿Sí? –pregunté, estirándome para verle la cara.
—Desde luego. Es la tradición. La escuela clásica se muestra rigurosamente inflexible en ese punto –y fingió que se ponía serio antes de sonreír–. Me puedes pagar en vísceras.
—Muy bien –reí–, acepto.
Entonces me tendí nuevamente de espaldas y empecé a hablar, y hablé durante mucho tiempo, más de una hora, tal vez dos, casi siempre en solitario, a veces con él, y le conté cosas que jamás le había contado a nadie, vertí en sus oídos todos los secretos que me habían atormentado durante años, verdades atroces que se disolvían como por ensalmo en la punta de mi lengua, estallando en el aire como una burbuja vana, aire relleno de aire, y me sentía cada vez más ágil, más ligera, y mientras hablaba, desprendí mis zapatos del talón y jugué a balancearlos con los dedos de mis pies, levantando sucesivamente las piernas para mirármelas, doblando las rodillas, volviéndolas a estirar, uno se me cayó y no lo recogí, el otro permaneció en precario equilibrio sobre mi empeine, y el tejido de las medias empezó a molestarme, pero era una sensación casi agradable, cálida, hasta divertida, me gustaban mis piernas y no quería ver arrugas sobre ellas, así que fui estirando el tejido con los dedos, muy suavemente, de arriba abajo, y a la inversa, ahora un muslo, luego el otro, y a veces me daba cuenta de que aquélla era una actitud demasiado frívola para un discurso tan serio como el mío, y decidía estarme quieta un rato, pero me giraba un poco para mirarle y él me sonreía con los ojos, y las piernas se me levantaban solas, y las arrugas de las medias tentaban irresistiblemente a mis dedos, y volvía a estirármelas sin dejar de hablar, levantándolas por orden, primero la izquierda, luego la derecha, juntándolas un instante en el aire para separarlas luego, cambiándome de pie el zapato que conservaba hasta que ya no me quedó ninguna cosa terrible que contar.
—Por eso maldije a mi hermana –dije al final–. Sé que parece ridículo, pero en aquel momento, yo sentí que tenía que hacerlo.
Esperaba escucharle, pero todavía no dijo nada. Entonces me incorporé sobre el diván y le miré, y encontré su mirada, honda y concentrada, los ojos agrandándose en el trance de mirarme.
—La maldición es el sexo, Malena –dijo, muy despacio–. No existe otra cosa, nunca ha existido y nunca existirá.”