sábado, 26 de mayo de 2012

No quiero tener un corazón cosido.


Ella se ha ido. Y yo, no quiero tener un corazón cosido. No quiero el corazón de Carole Martinez. Ni tampoco el de Leonora Carrington, ni los de Ángeles Martínez Santos, Maruja Mallo, Alma Fidora, Natalia Goncharova, Sonia Delaunay o Alexandra Exter, dicho sea de paso.

Tengo un apartamento con una vista maravillosa. Se ve todo el infinito que te devuelve su infinito. Y por la noche nos iluminan 7 faros. Por la noche podría ser cualquier parte del mundo. Cualquier parte del mundo que tuviera mar. Por la noche podría estar sobrevolando cualquier parte del mundo.

También tengo un inmenso sofá para contemplar la noche. Una vista orgiástica al servicio del inmenso sofá. Pero.

Ella
se
ha
ido.
Y yo no quiero tener un corazón cosido.

Durante el tiempo que pasé con ella pude desplegar más y mejor mi imaginario. Hemos pasado muchas noches ahí. En aquel inmenso sofá. Contemplando el cielo hasta amanecer. Yo acariciándola hasta morir. Y ella en su silencio. Su silencio que no oculta nada. Es un silencio ancho. Estirado. Ella es silencio. Y hoy, Silencio se ha ido. Y yo no quiero tener un corazón cosido.

Ella
no
hablaba.

Ella no solía hablar. Ocurría a menudo que yo preguntaba y ella no respondía. O terminaba por contestar cuatro o cinco días después. Eso si. Era tan hermosa, era tan y tan bella, que yo lo podía hacer todo con su Silencio. Podía hacer cosas maravillosas en él. Iba y venía. Me paseaba. Lo acariciaba. Creaba y volvía. Mi imaginario se expandía. Incluso, podía volar. Su silencio era azul de puro blanco. Era una bocanada de aire fresco. Era lacónico. Estirado. Oscuro. Lleno de luz. Su silencio era un paroxismo. Y yo deambulaba por ahí, sintiendo como mi piel se transformaba en túnica blanca, mientras su silencio se desplegaba por toda su hermosura.

Ella sólo miraba, en silencio, aquel profundo mar envuelto de horizonte envuelto de mar envuelto de horizonte. Y se dejaba acariciar. Sin pronunciar una sola palabra. Sin contestar a las mías. Pero ella se ha ido. Y yo no quiero tener un corazón cosido.

Y
por
siempre,
permaneceré en Silencio.


Mi anécdota preferida...

Dicen, dicen, que las locuras que más se lamentan en la vida,
son las que no se cometieron cuando se tuvo la oportunidad.


Yo la anécdota que prefiero es la del paciente que le dice a la psico: “yo estaría perfectamente bien si no fuera por la realidad". Y es que yo no escribiría ni una línea, ni me enamoraría como una perra, ni crearía esas mil cosas mías, si no fuera por la realidad. Para cambiarla. Acariciarla. Mandarla a la mierda. Trascenderla. Conservarla. Superarla. Recordarla. Borrarla. Hacerla eterna. Adorarla...

martes, 22 de mayo de 2012

Shakespeareando


Centenares de historias sin protesta. ¡Palabras, palabras, palabras!
Estoy empezando a no parecerme en nada a mi. A ser yo en mi completo absoluto. A desnudarme de otredades. A ser cualquier otro en mi esencia. A lucir cara alegre sin postín. A no parecer contenta. Tez descansada. Ojeras. Un brillo diferente. Un mate sin matiz.

En mis locos intentos, sigo renunciado a lo que soy por lo que espero ser. Sin renunciar a lo que soy, fui y seré. Comprendiendo todo. Sin entender nada. Cuestionando, al igual que el joven Hamlet, un ser o no ser. Y en cualquier caso, cuestionando la cuestión de las cuestiones. Dudando de todo. Sin dudar en nada. Pisando firme segura. Equilibrio al filo y final del más fino abismo al revés.

Hoy inerte soy sólo pasado. Y sin pasado, camino. Sin maleta. Mil mudas. Hoy ando desnuda. Sin más bagaje que mi sórdido yo sereno. Me he desprendido de un absoluto tuyo. Lo resguardé del tiempo. Y lo quemé con viento. Con el viento que había en el fondo del mar. Ese mar vertical del desierto en sequía. Una noche de brujas perdidas entre caballitos de cielo. Con un diablo disfrazado  de doncella disfrazada de diablo disfrazado de... al que vendí junto a mi corazón, tu ligero colgante  cargado de dijes.

Si. Me he deshecho de todo. No. Y ya sabes. De nada también.

Y como el lector no está entendiendo lo que escribo, porque se rige a golpes de sin porqués, verosímiles. Sin mímesis. Con catarsis. Como la más cruda e irreal anagnórisis trágica de una vida. Y como el lector a estas alturas entenderá aún más que yo estas líneas. Aquí termino. Para proseguir eternamente. En el bucle infinito limitado por su fin.

E insisto.
Sin insistir.
O vagamente.
De esta forma demente.
Insistiendo insistentemente, sin insistir en insistir o no:

Que el quid de la cuestión es el siguiente: conservar algo que me ayude a recordarte, sería admitir que es posible olvidarte.

Sería admitir un posible olvido. Sería creer en él.
Aunque pretenda olvidar sin querer y queriendo querer que quiero olvidarte.

El caso es que, olvidarte, sea o no sea (seguimos con el debate existencial del joven príncipe), fácil, en cualquier caso no es verosímil. Y si la Tragedia no es verosímil desde el principio, o no se mantiene verosímil hasta el final, como bien arguyó Aristóteles, no contribuirá a que el público tenga la posibilidad de identificarse en los personajes y las situaciones representadas en escena. No contribuirá a que el público se transporte y sienta. Y no. La tragedia no podrá entretener. Ni instruir. Ni dar una lección del grueso de la vida. Del estético y fino detalle. De lo de siempre. De lo de nunca. Del bucle infinito de la misma historia que todas, distinta de todas, con eterno idéntico único fin.

La verisimilitud es el pilar esencial para que la Tragedia llegue realmente al fondo y final del último pliegue del alma. Sólo lo verosímil logra causar revoluciones y catarsis. Y termina aquí, esta tragedia sin fin. Eso sí. Pautada. Con mímesis. Catarsis. Y anagnórisis.

Olvidando que he olvidado olvidar olvidarte.

Y avanzando vacía, desnuda y sin ti. Entendiendo al fin, que tener que conservar algo tuyo que me ayude a recordarte (incluso necesitarte aquí) sería negarte, no una vez, sino mil.