lunes, 8 de junio de 2020

La Sociedad de los amantes desconocidos.




Era primero de febrero de 2020. Fin de semana. Descanso de los Hombres Sensibles. Y estábamos en Madrid. Entonces ese año existía fuerte, fuera, libre, vivo, vibrante y prometedor. Igual que el verano, se necesita guapeza para enfrentar un fin de semana en Madrid. Para gozarlo. Para avasallarlo con virilidad pagana. El tiempo, que se empeña en transcurrir (cuando debería quedarse detenido muchas veces), lanza ese presente atrás, allá a lo lejos, haciendo la guachada de romper los momentos perfectos que nuestra tarada memoria corrompe.

Además, nadie sabía lo que iba ocurrir con ese año luego, un quilombo.

Tomando envión, me coloco en aquel primero de febrero. Por los ojos y por la piel nos estaba entrando algo de lo que nunca seríamos capaces de desprendernos. Nos abríamos paso hacia la entrada de la cancha, rebosante de gente con cervezas, fulares y diversión. Nadie manteniendo una entonces inimaginable distancia de seguridad.

Estábamos tú y yo. También venían B, J, C y E. Yo sentía como si no existieran ni uno de esos quichicientos boludos que entrarían al último minuto. Sentía como si estuviéramos solos los seis en el mundo, gigantes, y dirigiéndonos hacia el Santiago Bernabéu que solo nos abría las puertas a nosotros seis, para regalarnos ese trozo de tarde. Avanzamos como guerreros preparados para vivir en nuestra propia piel todos los episodios infinitos que cuenta Dolina en sus apuntes: árbitros justos o injustos, lealtades entre compañeros, avariciosos que no pasan la pelota, injusticias, suertes, burlas, risas, llanto, y corazones palpitando a la vez.

Cuentan, cuentan, que ese palpitar de los corazones, allá en un país llamado la Apasionada Argentina, hace latir la barra brava de la Bombonera que nunca cae, a pesar de estar siempre a punto de hacerlo. A mí, particularmente, lo que más me gusta es reconocer la fuerza, la velocidad, y la destreza en el juego de unos premiados dioses que, por sus méritos recientes, tienen el raro privilegio de bajar a la tierra para encarnar a 22 humanos, para sentir el sudor, la sed, el aire en la garganta, las patadas recibidas, el césped duro y tierno bajo la zancada. Para tener el privilegio de saberse mortales pero revivos en el patear de una pelota durante 90 minutos antes de volver a su Valhalla.

Tú y yo habíamos trazado un plan. Escondíamos debajo de las camperas nuestras poleras rayadas rojiblancas, los fulares y las banderas. Llevábamos 3 horas merodeando por las taquillas y estudiándonos las gradas para comprar las entradas en la zona del lugar perfecto. La platea idónea. Las butacas que justo lindaban con esa zona de visitantes que no nos querían vender. A pesar de habernos dicho primero que si, luego que si, y finalmente que no. Esa negativa nos animó aún más a querer entrar y, una vez trazado el plan, imparables, todo parecía muy sencillo.

Así que entramos. Era prontísimo. Cruzamos las puertas presos de la emoción. De un aquí y ahora, estamos. Y subimos, pequeños y grandiosos, las escaleras. Desde arriba veíamos a todos los jugadores en la cancha calentar. Estábamos en la zona local, la del Real Madrid, aquel lado donde no era posible ser malos. Nos miramos los seis. Y decidimos saltar a la vez hacia las gradas prohibidas, desde las que no era posible ser buenos. Desde las que no pararíamos de crecer nunca. Y también a la vez hicimos caer nuestras camperas dejando ver orgullosísimos nuestras poleras rayadas. Quién nos iba a decir nada con el bebé. Y allí que nos asentamos, en las gradas de los visitantes, creando nuestro propio mundo y nuestra propia religión. Como a la sombra de nuestro propio árbol. Asentamiento que el destino nos había reservado mucho tiempo ha. Se me cruzó por la cabeza que podríamos salir en la tele y verme mi viejo con los niños y que le diera un ataque al corazón, indirecto pero al estilo de los infartos de los relatos de Sacheri. Rápidamente borré el pensamiento al sonar la música, los himnos, y ver en directo las presentaciones de los jugadores y sentir que se me erizaba la piel y el corazón igual que a ti. Nuestros nervios, risas, y todas esas pelotudeces que decías y nos habían hecho reir todo el tiempo de espera de repente pararon para que, como si se tratara de lo más serio del mundo, nos pusiéramos a rezar a Neptuno.




El partido pasó rápido. Los niños emocionadísimos. Tú, que hacía ya tiempo eras mi cielo y mi única religión, me contabas sobre Azul, los asados, el mate, tu dulce de leche, los alfajores y tu primera vez en Madrid subido en el colectivo. Sobre el equipo Xeneize, la mano de Dios de Maradona y los once uruguayos de tu Sacheri. El resto del tiempo, hipnotizados por el partido, nos movíamos a contracorriente del resto de las gradas, sin disimular lo imposible, y sin callar lo que solo se podía gritar. Yo me sentía a salvo en ese microclima que habíamos creado. Casi podía tocar yo también la mano de Dios que se acercaba de vez en cuando a acariciarme el pelo.

En el minuto 23 a Correa se le escapa un disparo al lateral de la red. Poco después un penalty de Casimero no se pita y llegamos al final del primer tiempo con un 0-0.

Si antes ya no disimulábamos, ahora lo estábamos dando todo. Pero llegó el minuto 56 y Benzema nos marca un 1-0 a pesar del rápido movimiento de nuestro arquero. Lo que provoca que nuestra energía de seis (cuatro de ellos cuerpitos pequeños), se desboque y desprenda la pasión de 60.000 hinchas. Desde nuestra estación irradiábamos tanto que valíamos por un tercer jugador de oro.

Llegó el minuto 77. Una maravilla de Carrasco provocó un córner. Lo pateamos desde la izquierda. Faltan diez minutos para finalizar y el Atleti se crece. Ahora Lodi pelea el empate. Es entonces cuando noto que tu brazo tatuado empieza a rozarme la piel a la vez que tu cuerpo se eleva, levitando. Todo tú te alejas de nosotros, dejando atrás a toda la tribuna, decidido a pesar de ti y transparente, en hacer lo que te marca una ley escrita en ninguna parte. Nadie en la cancha presta atención a otra cosa que no sea el partido, y las alas grises desplegadas de tu espalda no las ve nadie más que yo. Como todo lo que haces, esto también lo haces apresurado. Y. Te colocas al lado de Fernando Torres que recibe el pase de Lodi, y en un gesto sutil pero determinante de ayuda, pateas fortísimo la bola anotando tú, él o los dos. Luego de anotar vuelves a tu sitio, mi lado, mientras los indios y algún valiente de las gradas (entre los que se encontraba nuestra troupe) festejábamos el empate. Los niños chiflaban, saltaban. Nuestra mirada, tan cómplice como asesina la acompañamos de un desgalillado “GOOOOOOOOOOL”. 

Torres, eufórico, en un gesto hacia el cielo agradecía la presencia y ayuda de un Angel Gris que, nadie sabía, yo tenía al lado. Mirándote, te di ese beso invisible, el de la Dama de la calle Bacacay, buscando el beso redentor de tu sonrisa. Porque si, tu sonrisa es capaz de besar mis labios y otros lugares de mi cuerpo, sin ni siquiera tocarme. Toda esa felicidad era tan sencilla como rebosante. Esa adrenalina hizo amarnos en forja y eternamente en ese efímero y preciso instante que marcó a fuego el tiempo, quebrando cualquiera de sus dimensiones y posibles otros destinos que no fueran ese presente.

Después de este tipo de cosas, hacer cualquier cosa “normal”, es como jugar a la escondida uno solo, de día, siendo buscador conservador, gritando uno solo Piedra libre para mi y todos mis compañeros, adentrándonos en el escondite perfecto para que nadie nunca nos encuentre ni nos venga a buscar. Es como si uno solo se montara el principio y el fin del juego. Sin embargo, jugar a tu lado, estar a tu lado, es como estar junto al buscador audaz, en un juego nocturno, con más de 80 deportistas, cada cinco minutos gritando “¡Sangre!”, y siempre deseando encarnarme en Beatriz Velarde para que me beses con pasión y logre poseerte en cada uno de los escondites que nos encontramos inventados.

La pateada del Angel Gris de ese día del Bernabéu no tendría el eco de la Mano de Dios de Maradona. Pero. El niño notó que no fue su pierna, ni tampoco su gol, sino el del capricho de unos dioses que mandaron al Ángel. Y ahí estuvimos todos nosotros para verte, y para verlo. 

Decía. Todo eso fue un primero de febrero de 2020. Ahora me queda rememorar viejos paseos al Rosedal, junto al resto de tus novias perdidas. Y ya sabés, me quedará contar y recontar esta historia. La de unos amantes hoy desconocidos, que vivieron la magia de una tarde tan efímera como eterna, que trazó un solo destino posible. Quebrando las reglas del tiempo. Existiendo en puro presente, a pesar de ser, qué se yo, un pasado atemporal anclado en todos los presentes sin más registros que los de nosotros seis, cuando alguna vez y por ese siempre, fuimos.


Y me robó mi sonrisa


Y me robó mi sonrisa.

Lo hizo como esos carteristas del metro, que no te dan ni un solo tirón. Y tú, incapaz de identificar si fue al principio o al final del viaje, no paras de hilar haciendo memoria. Solo te has dado cuenta cuando la necesitas. Cuando te metes la mano en el pantalón y está vacío. No más sonrisas. No me queda ni una sola de ellas.

A veces, esa intuición, esa intuición que tenemos que nunca escuchamos, me decía, cuando estaba en frente, que ahora ya sonreía bonito. Y cada vez más. Cada vez mejor. A medida que pasaba el tiempo yo me enamoraba más de esa sonrisa sin ser consciente del tipo de injusto que se estaba cometiendo delante de mis propias narices, yo víctima y cómplice a la vez. Sonrisa con los labios. Con los ojos que se rasgan hasta brillar. Con la parte baja de las ojeras que se sonrojan. Con los hoyuelos. Sonrisa interior que te hace vibrar desde los huesos hasta el último de los pelos, y con la que resplandeces con un halo de atracción y magia.

Lo sé. Yo con mi sonrisa le enamoré primero. Me lo confesó con un cuento de Sacheri. Pero calló muy bien que, cual aventajado ladrón de guante blanco, esperaría la mejor ocasión, o un montón de pequeñas ocasiones para, poco a poco, quitarme mi más preciado valor.

Da igual. Solo tengo que volver a reconstruir el gesto. Y con todo mi empeño lo conseguiré. Intentándolo de nuevo, repitiéndolo día tras día. Poniendo toda mi naturalidad, mi optimismo y mi fe en conseguirlo. Aunque durante ese esforzarme escuche a lo lejos esas carcajadas ahora suyas, entre amigos, entre amigas, que, reconozco perfectamente, un día me pertenecieron.