lunes, 26 de septiembre de 2011

La isla de mañana. III

Hoy la savia del viento acaricia mi cuerpo romo. Este cuerpo que basta para medir el vértigo y los abismos. Al que enseñaste con tus manos de hiedra, la noche y los arpegios del alba cuando todo el horizonte se suicida, y sangra, ante tu dulce forma de gemir, como lo hicieran todos aquellos atardeceres de pura envidia…

Hoy me dices “sabes, te entiendo”, y pronuncias de nuevo unas palabras que no se aplican al sentido de todas estas noches en las que no me he podido acercar a ti ni siquiera como en la historia del erizo que tomó Freud de Schopenhauer. Y me miras, y sonríes. Y entonces comprendo que tu idioma nunca es el mismo idioma y que la fe que te profeso limita en el infinito de todas las fes. Que se quema en mi pecho página a página tu libro sagrado, a la vez que lo reescribes con la tinta densa de sangre y cenizas.

Ignoras este paisaje desolado.

Ahora sólo te preocupa reescribir otra religión y que yo, pobre loca, comulgue.

Y sigues empeñada en mi pecho.

Lo haces, continuamente, arder.

“Te entiendo”, me dices en tu nuevo idioma… Y vete tú a saber lo que quieres decir. Creo. Te creo. Y mientras, me dejo morder los pezones como una gata en celo. Tú dibujas en mi espalda con la esquirla de tus dedos las esquelas de los laudes, que confundiré con geografías y argollas de esas puertas que soñé abrir.

Tu idioma nunca es el mismo idioma. Y me vuelves a hablar. A escribir. Utilizando esas palabras que quieren decir tantas otras cosas que me hieren y me nutren. Palabras de sangre y ceniza que alimentan a una loca enamorada que no sabe ya en qué creer, mas que en la atalaya de tu quiebro, en la lluvia de tu amor y en tu rutilante sonrisa.

“Te entiendo”.