martes, 22 de mayo de 2012

Shakespeareando


Centenares de historias sin protesta. ¡Palabras, palabras, palabras!
Estoy empezando a no parecerme en nada a mi. A ser yo en mi completo absoluto. A desnudarme de otredades. A ser cualquier otro en mi esencia. A lucir cara alegre sin postín. A no parecer contenta. Tez descansada. Ojeras. Un brillo diferente. Un mate sin matiz.

En mis locos intentos, sigo renunciado a lo que soy por lo que espero ser. Sin renunciar a lo que soy, fui y seré. Comprendiendo todo. Sin entender nada. Cuestionando, al igual que el joven Hamlet, un ser o no ser. Y en cualquier caso, cuestionando la cuestión de las cuestiones. Dudando de todo. Sin dudar en nada. Pisando firme segura. Equilibrio al filo y final del más fino abismo al revés.

Hoy inerte soy sólo pasado. Y sin pasado, camino. Sin maleta. Mil mudas. Hoy ando desnuda. Sin más bagaje que mi sórdido yo sereno. Me he desprendido de un absoluto tuyo. Lo resguardé del tiempo. Y lo quemé con viento. Con el viento que había en el fondo del mar. Ese mar vertical del desierto en sequía. Una noche de brujas perdidas entre caballitos de cielo. Con un diablo disfrazado  de doncella disfrazada de diablo disfrazado de... al que vendí junto a mi corazón, tu ligero colgante  cargado de dijes.

Si. Me he deshecho de todo. No. Y ya sabes. De nada también.

Y como el lector no está entendiendo lo que escribo, porque se rige a golpes de sin porqués, verosímiles. Sin mímesis. Con catarsis. Como la más cruda e irreal anagnórisis trágica de una vida. Y como el lector a estas alturas entenderá aún más que yo estas líneas. Aquí termino. Para proseguir eternamente. En el bucle infinito limitado por su fin.

E insisto.
Sin insistir.
O vagamente.
De esta forma demente.
Insistiendo insistentemente, sin insistir en insistir o no:

Que el quid de la cuestión es el siguiente: conservar algo que me ayude a recordarte, sería admitir que es posible olvidarte.

Sería admitir un posible olvido. Sería creer en él.
Aunque pretenda olvidar sin querer y queriendo querer que quiero olvidarte.

El caso es que, olvidarte, sea o no sea (seguimos con el debate existencial del joven príncipe), fácil, en cualquier caso no es verosímil. Y si la Tragedia no es verosímil desde el principio, o no se mantiene verosímil hasta el final, como bien arguyó Aristóteles, no contribuirá a que el público tenga la posibilidad de identificarse en los personajes y las situaciones representadas en escena. No contribuirá a que el público se transporte y sienta. Y no. La tragedia no podrá entretener. Ni instruir. Ni dar una lección del grueso de la vida. Del estético y fino detalle. De lo de siempre. De lo de nunca. Del bucle infinito de la misma historia que todas, distinta de todas, con eterno idéntico único fin.

La verisimilitud es el pilar esencial para que la Tragedia llegue realmente al fondo y final del último pliegue del alma. Sólo lo verosímil logra causar revoluciones y catarsis. Y termina aquí, esta tragedia sin fin. Eso sí. Pautada. Con mímesis. Catarsis. Y anagnórisis.

Olvidando que he olvidado olvidar olvidarte.

Y avanzando vacía, desnuda y sin ti. Entendiendo al fin, que tener que conservar algo tuyo que me ayude a recordarte (incluso necesitarte aquí) sería negarte, no una vez, sino mil.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Precioso..

G.'s Land dijo...

Sigo enfantômizada desde mi visita a Londres... y los anónimos no dejan de aparecérseme en misteriosas latitudes, hacia algún descenso, hacia algún "Angel of Music", hacia cualquier personaje arcano. Gracias por pasearte por aquí. Por leer. Y por dejar una huella.

Anónimo dijo...

Gracias a ti por desnudar alma y sentidos. Es un alivio leerte..

G.'s Land dijo...

Por experiencia sé que leerme provoca diversas sensaciones, pero nunca había pensado en ser alivio de nada. Y me alegra llegar así. Dulce intoxicación. Un abrazo, anónimo. Te dedico mi siguiente entrada.