miércoles, 14 de diciembre de 2011

La novena. (De la serie La isla de mañana)

Amor. Esta mañana encontré una carta con mi nombre. Estaba en un buzón, en medio de mi camino. Yo me había perdido. Y esperaba que esa nota que llevaba mi nombre, me indicara la dirección a seguir. Bajo la mirada escrutante de los únicos seres vivos con los que me cruzaría esa mañana, una madre y su cría, me senté a leer, bajo el castaño del peregrino, también llamado Carballo de Fonso Pedrero.

“Se dice en las antiguas cartografías orientales, que levantar el mapa de tu alma es imposible.

Abruptos acantilados y desafiantes abismos hacen imposible detenerse al más excelso delineante que hubiere en los tiempos, para levantar el mínimo trazo.

Pero yo, que he paseado tantas veces por ella cuando se desmaya la luz y te conviertes en aprendiz de halcón, cuando tiemblas, corazón coraza, entre mis brazos y pronunciando esas palabras de “Creo en ti. Ahora, enséñame a rezar” descubres que existe la profanación de mi cuerpo inexpugnable, para escribir en él con tu lengua las únicas palabras de la religión que que me acompañará en el camino. Yo, que te he caminado y recorrido, trenzando y destrenzando el tiempo, católica conversa, ejerceré de perito en las cartografías de tu alma, dibujada por ayunos e introspecciones.

Y pienso desafiar todos los cartógrafos que en el mundo un día existieron. Y reuniéndolos, les pediré que beban estas palabras de tus ojos de niña, para tomar buena nota de cuan en tu pecho existe, porque…

…resulta que en su tránsito de este a oeste, es testigo de profundas variaciones ambientales que dan lugar a importantes cambios en los paisajes, la flora y la fauna que acompañan a cualquier peregrino en su travesía. Ni el relieve ni el clima son iguales en los limites con la ausencia, en las parameras del centro del primer pliegue de tu alma, o en la hoya berciana que acuna tus noches de insomnio. Esto se traduce en un dinamismo del entorno que agradece cualquier caminante, y añade un enorme interés natural al clima de tu pecho.

Misterio atrae.

Mirada expulsa.

Cualquiera, entonces, resume: “su corazón lo atraviesa el río Omaña. De frente, a su derecha un parque de bomberos. De frente, a su izquierda, una estación de autobús”. Y o se apaga el fuego, o uno se escapa en autobús.

Estamos en tierra de nombre de felino salvaje, amor.

Yo no conozco de fuegos ni estación de autobuses, y sigo el camino con mi cama enrollada en cuello. Con mi casa dentro de cuarenta litros de peso. Con mis pies que cuido, embadurnándolos de vaselina para poderte caminar.



Después de varias jornadas, saludo al Carballo de Fonso Pedrero. También él me saluda. Y me invita a reposar. Creo ser el único resistente hacia esta suerte de laberinto. Le agradezco su papel protector, y me acomodo en sus rebollos.

Agradecida, siempre agradecida, sigo andando largamente. Llego a una parte imposible del recorrido de tu pecho. Entre las cuencas del eslabón y el orbigo, discurre por la comarca del páramo, inmensa planicie cultivada de rutinas y siempres, de dijes y huestes. Tanto en secano como en regadío apenas interrumpida por débiles vallejas, apenas perceptible, por su lisura y tibieza. Pero con raíces más aferradas que las tuviera cualquier olivo.


Olvido.


También.

Es el segundo pliegue de tu alma.

En el páramo predomina la vegetación herbácea, y los enclaves arbolados se limitan a las riberas de los principales cauces fluviales, lamentos y quejidos, risas y parodias y a contados montes de encinas, quejigos y cosconas que perduran como islas en un mar de cereal.

Perduran como islas en el mar. Como islas de un mañana.

Se eleva después de este segundo pliegue un infinito abismo de costado. De perfil. Y luego, un vacío. Y su enorme torreón. Estamos de lleno en la tercera etapa. Tercer pliegue de tu alma.

Son las hieles del pasado. La amargura del cautivo. El futuro de un pasado olvidado. Unas Torres. Torreón mayor. Un embalse. En el que nada fluye. En el que nada pasa. En el que todo aquieta. En el que el silencio espanta.

Hacia el oeste, pasada la ciudad fortificada, la llanura del cuarto pliegue comienza a replegarse en las estribaciones de los Montes. En este ámbito surge una vegetación espontánea de rebollos, quejigos y encinas entremezclados con grandes extensiones de matorral, brezos, jaras, carquesas y piornos.

Al otro lado, un camino desciende a la hoya del Bierzo, al encuentro de un ambiente radicalmente opuesto. La escasa altitud de las vegas bercianas en comparación con las penillanuras del páramo, unido a su clima más suave y húmedo, dan lugar a un autentico vergel.

Es el quinto pliegue de tu alma. En este sector se combinan encinares y madroñales con castañares y robledales, incluso hayedos en algunos reductos especialmente umbrosos. Allí es donde corres como lo hicieras de niña. Allí es donde ríes. Allí es donde lloras. Donde te acunan. Donde te adoran. Allí es donde se mezcla tu mirada felina con tu ternura rebosada. Allí es donde se desmaya cualquier luz, para que enciendas la luna. Allí es donde aúllas, donde encantas, donde expugnas, donde embaucas.

En esa zona eres grande. Y tierna. Y deliciosa. Inspiras el quicio de cualquier noche, la demencia de cualquier rosa.

Sonriente y feliz.

Fuerte como los troncos de tus árboles. Suave como cuando caen sus hojas de color añil. Cabe decir, que a pesar de todo, esta parte es una zona altamente humanizada, con grandes áreas ocupadas por cultivos hortícolas, viñedos, y plantaciones de chopos, entre otros usos humanos de aquellos a los que has permitido conozcan una parte de ti. Han llegado hasta aqui. Me sorprendo. Pensaba que jamás encontraría vida que hubiera llegado hasta aquí.

No estoy sola.

Me alienta. Me desaliento.

Pensaba ser yo una especie exclusiva capaz de sobrevivir y llegar hasta aquí.

En algunos puntos del pinar, te crecen abedules y seriales, que destacan sobretodo en otoño, cuando los primeros se visten de amarillo y los segundos, de rojo. Entonces todos esos seres que se pierden dentro de ti, juran no haber visto en su vida nada más hermoso.

También se creen únicos.

Apiadándose de ti.

De tus caprichos. De tus enojos.

Esperándote hasta que la primavera devuelva a tu boca el color de las grosellas. Y que la estepa blanca pueble la ladera de tu pecho mientras bailan los poetas y se desquician los teólogos. Mientras Platón atribuyera la creación del mundo a un matemático sublime, conviviendo con un Borges que recogiera el infinito en su Aleph.

Todos ellos, todos, se creen en la antesala de tu corazón.

Pobres desdichados.

Y es que tu alma tiene muchos mas pliegues. Y esperarán, en vano, mil y un abriles, muriendo al fin, desamparados. De lejos se oye, de más lejos, el graznido de las cornejas que rondan en busca de los restos de estos caminantes desventurados, que no tardarán en sucumbir.

Almas en pena. Entregan su rendición. Su cuerpo. Se arrancan, ellos mismos se arrancan de cuajo, con esa garra que encarna un lobo hambriento que es el tiempo con sus dientes de nácar, las tripas y el corazón. Y las cornejas se embalan para alimentarse de lo que se ha convertido en rito, en tradición: los restos humanos en el quinto pliegue.

Antes de llegar al sexto pliegue, pasamos por el monte irago. Es posible recorrer un pequeño camino de sencillo paso lineal de unos 980metros de longitud y escaso desnivel, que discurre a través de una pujante repoblación de pino silvestre. El sendero, delimitado entre rollizos de madera, dispone de tres puntos de descanso y constituye un delicioso paseo en el que se disfruta la fragancia de los pinos, especialmente intensa tras días lluviosos en los que la congoja pobló tu alma y corazón, por aquellas desapariciones.

En la primavera tardía, hay que unir otros colores, densos y dulzones, procedentes de la intensa floración de los matorrales y arbustos presentes en los bordes del camino y en el lindero del pinar: escobas, brezos y carquesas.

A lo largo de este recorrido, que aboca a este sexto pliegue, nos acompañaran propagando nuestra hazaña los pájaros que estimulan los sentidos con sus trinos y reclamos. Verdecillos, bisbitas arbóreo, totovias, pinzones y carboneros garrapiñados.

El sexto pliegue es todo fragancia. El intenso aroma de las escobas y los brezos que crecen en la linde e incluso en el sotobosque del pinar, te hacen creer que vuelas como un ave. Que eres el elegido, como un monje franciscano. Que eres Santo. La mismísima Venus de Milo. Te hacen creer que llegas a las puertas del paraíso. Tú abrazas como no lo haría la persona más dulce que pudiéra soñar.

Mas quedan pliegues siete y ocho. Aquellos que las leyendas de los antigüos apodan “el deletéreo y el infernal”. En ellos: abismos y malas soldaduras. Enclaves sin arneses. Caídas al vacío. Imposibles intransitables. Desplomes y vueltas a empezar. Infinitos retorcidos. Agujeros negros con traspón. Extremos entre extremos. Calderas. Pócimas de brujo. Gritos agónicos. Laderas oscuras imposibles de encumbrar. Mares de sangre hirviendo. Lavas de volcán. Cielos encrespados. Nada que hacer ni por tierra, aire, o mar. Venablos ardiendo. Tiempo enroscado en un tiempo infernal. Cepas de caníbales. Palabras encubiertas con aguijón letal. Trampas. Falsas señales. Odiseas. Mil preguntas de oráculos de niegan la verdad. Lugares comunes arrasados por antiguos fuegos que siguen abrasando. El espectro de la mismísima Venus de Milo en llanto. Doscientos Apocalipsis, antes de llegar al noveno pliegue, llamado “la novena”.

La novena es la comarca que rodea tu pecho. Es su linde natural. La que acuna su interior. La novena es un concierto para violín que te despierta todas las mañanas. La novena tiene montaña, cielos de colores, la novena tiene mar. Tiene ríos y puentes romanos. Y flores. Y verdecillos, crías de halcones y muchos pájaros más.

La novena tiene lagos habitados por mil peces de colores. Tiene un sendero delicioso para, todas las mañanas, salir a trotar. Otro para caminar por las tardes hasta Finisterre, ver como se suicida bajo el mar un sol en el horizonte de tus pliegues, después de haber aprendido a volar.

La novena tiene un agua que tiembla rompiendo al borde de tu pecho. Desde donde todas las mañanas nace el día. Es un barco, es un ave. Es la morada de la más intensa felicidad. En la novena ríes, te enterneces. Escuchas. Entiendes.

En la novena no existe el peligro. Ni la duda. Ni el desequilibrio. Ni cualquier otra realidad.

El la novena me dices "hola".

Y esperas mi respuesta.

Yo dejo mi ropa en el cepo. Desnuda, doy un último paso más: “He soñado que era una mariposa… puede que hayas sentido mi aletear”.

En la novena te digo “hola”.

Y todos tus precipicios nos abandonan."

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