jueves, 11 de abril de 2013

Flam


Son las 8h30 de la mañana. Estoy desayunando copiosamente en el Flambryggia. Mi mesa da a un inmenso mirador de cristal. Que a su vez da al fiordo Sognefjord. Que a su vez da a una hiera de cuatro cabañas color grana. Que a su vez se vuelven a reflejar en el tranquilo fiordo de los sueños. Que a su vez capturo en mi pupila mientras me ven desayunar mientras las observo fascinada.
 
 
A pesar de esta hora inhumana para desayunar, (teniendo en cuenta que estoy de vacaciones y que ayer llegué a Flam a las tres de la mañana) (y en taxi desde Voss), se despliega ante mis no-sé-hoy-cuantos-sentidos una extrema realidad.

 
La muerte del color del occidente de las tristezas de las frentes marchitas de los caminantes sin rumbo que juegan a ir a algún lugar. Las cabins sin embargo permanecen ahí. Quietas. Con su olor a frío y con su color escarlata. Con su vida en los sueños del agua sobre la que flota la soledad de todas las cimas que un día fueron. Yo nado en el hechizo de las sombras de esta mañana sobre la que me agavillo para observarlas mientras sale un frío vaho de mi boca. Y se me hiela la nariz.

 
No. Tampoco yo vi jamás dos álamos odiarse.
¿Acaso te llegué a odiar a ti?
No. Y ese “No” es un absoluto.

 
No puedo quitar la mirada de las cabañas del otro lado de la orilla, que venden sus reflejos a mis pensamientos, a cambio de estas líneas.

 
Son granates. Con un tejado abuhardillado y gris. Común a las construcciones de todos los pescadores aborígenes. Una incomprensible atracción hace que las empiece a escrutarlas ahora que mi estómago se ha calmado de ese ataque de hambre repentino.

 
Son las 8h50. Y mi única misión se ha convertido en nadar en el hechizo que me transporta al otro lado de este fiordo. A pesar de una futura nostalgia. Yo que no soy muy de esperar, E S P E R O. Y observo.
 

Y es que, al fin.
Al fin la veo.


La veo salir desde la primera cabaña de la derecha.
Es una chica joven.
Va muy abrigada.

 

Pero

Me quedo sin aliento.

 

No me voy a ahondar en prolijas explicaciones. El caso es. Mi corazón patea como una fiera insomne: esa joven se parece asombrosamente a mí.
 
 

 
Ella se despereza. Se acerca al balcón. Mantiene en sus manos una taza humeante. Y se queda un buen rato apoyada. Aletargada. Parece se acabara de despertar. Como si no tuviera hambre y si un poco de pereza. Esa pereza agradable al solaparse con la visión de algo tan extraordinariamente bello. Nuevo. Inusual.

 
Parece también que me estuviera viendo. O a ella misma. En esta mesa desayunando al otro lado de la orilla. Aceptando esta imposible realidad.

 
Sobre ella crece la alta montaña que separa Myrdal de Flam. Se erige muy pequeña rodeada de tanta inmensidad. Parece frágil. Pero de esa fragilidad del cristal que no indica debilidad sino calidad. Y el paisaje que la envuelve dignifica su grandeza.

 

  
Se estira de nuevo. Entra en la casa. Y sale con otra taza más de lo que presiento es otro café. Bien caliente por favor que desde aquí se ve el humo. Se entrega al paisaje. Al frío glacial del fiordo.

 
  

 El infinito brazo del Sognefjord le devuelve su infinito.

Como si fuera impermeable al frío, saca del interior de la cabaña una mesa a la terraza. En el preciso momento en el que se sienta, recibe en la cara los primeros rayos de sol. Definitivamente la reconozco.

Soy yo.


Enchufa su portátil. Y ahora si, se echa sobre los hombros una manta mientras va bebiendo a sorbos su café.
 

A sus pies el santuario del agua de la vida de los sueños.

 
Y algo más lejos, en la ventana del restaurante del Flambryggia, me tiene a mí desayunando. A mí en otra dimensión de ideas. A mí en otra decisión. Me tiene a mí en una realidad tan paralela como real es el imaginario de nuestros pensamientos más potentes.

 
Y, como tenía previsto en este viaje relámpago, empieza a escribir componiendo los sofismas que me hacen desaparecer de aquí, para trasladarme para siempre a la realidad de ella.

 

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