sábado, 12 de enero de 2008

El maestro

Cenaba con él todas las noches. Ya se había convertido en un ritual. En la mesa enorme de un castillo de la Loire en el que él había crecido. Cada rincón almacenaba miles de recuerdos y el ambiente unas risas de sus padres y hermanos. Tras muchos años viajando por todo el mundo había decidido volver. El abandonado castillo que tantos sueños había realizado necesitaba una ayuda, una limpieza, una caricia y una reforma. Y él se la debía. Por eso después de haber dedicado sin descansar su vida entera egoístamente a él, a crecer en sus sueños y sus ambiciones, a formar y reforzar su formación, después de haber dedicado una vida entera a la búsqueda de todo por todo el mundo, sintió que lo que realmente anhelaba eran esos años en el Castillo y lo que era él entonces. Por eso decidió regresar a él.

Trabajó en la restauración con los mejores arquitectos y los mejores artistas, las mejores mentes, los mejores paisajistas, los mejores decoradores y los mejores consejeros. Durante todo ese tiempo, incapaz de cesar esa búsqueda que anhelaba todo, analizó como siempre lo había hecho cada una de esas mentes prodigiosas,… que le decepcionaban por estar, en el fondo, vacías.

Tardó 5 años hasta quedarse completamente satisfecho con el resultado. Es Castillo ya no solo era lo que de niño le había parecido tan grande y misterioso a veces, sino que además era un resultado de la armonía perfecta de conservación y mejora. De antiguo y moderno, de las mejores manos y cabezas del mundo, especializadas en cada uno de los detalles que se había encaprichado realzar.

Y el último día, el ultimo, la conoció a ella. Apareció descalza, elegante y tan joven. Apareció del bosque, con un vestido blanco largo y un maletín en la mano derecha. Era la restauradora de los frescos de los salones que tanto habían estado esperando. La esperaban desde el primer día, era reconocida mundialmente y hasta ese día no había podido o querido, por eso de hacerse esperar un poco, aparecer por El Castillo para dar el toque maestro que ella era consciente que sabría dar… porque siempre lo hacía así.
Y todo lo que parecía apagado, antiguo y viejo, lo revivía. Y todo lo que parecía triste lo alegraba, y todo lo que parecía normal, lo elevaba hasta la exquisitez. Estuvo trabajando en el Castillo sola durante semanas y meses. Hasta conseguir lo que en ella era habitual. El último día se paseó habitación por habitación, satisfecha.
Lo que ya era perfección ella lo había realzado al nivel de las maravillas terrenales, y eso hizo que todas las corrientes artísticas del momento fueran a visitar el gran logro del Maestro.

Esa primera tarde, el Maestro la invitó a quedarse más tiempo. Le brillaban los ojos mientras recorría una y otra vez las habitaciones terminadas, y ella a su lado permanecía callada, sonriente, como durante todo el tiempo de trabajo. No se habían dirigido ni una palabra. Ella desde el primer día sabía lo que debía hacer, y el la dejaba hacerlo porque notó que entendía perfectamente lo que necesitaba su Castillo, ya perfecto para él… incapaz de imaginarse hasta que límites ella conseguiría potenciarlo.

Parecía ese niño pequeño que tantas veces había corrido por esas enormes salas. Estaba tan feliz que le pidió que se quedara a cenar con el. Esa noche. Para celebrarlo. Necesitaba celebrarlo con ella, por tan precioso que había sido su trabajo.

Y a partir de esa primera noche, dos copas de vino de Borgoña, de primero foie casero con ensalada y grosellas, y de segundo un pescado que, variaba según el día de la semana y el mercado…

Llevaban 30 años así. Ella asistiendo puntualmente a esas cenas, y el deleitándola de historias y de platos de pescado. No se llamaban de antemano ni al despedirse lo dejaban dicho. Simplemente los dos lo sabían. Ella a las ocho de la tarde llamaría a la puerta haciendo sonar 3 veces el picaporte, y el le abriría la puerta con su foulard doblado en el cuello, su sonrisa, y una música de jazz de fondo siempre distinta. Entonces el servicio abandonaba la casa y se quedaban solos los dos. Con su vino. Con su música. Con sus sonrisas. Con su voz.

Tres velas alumbraban sus caras, los platos y la parte de la mesa que ocupaban. El la presidía con su pelo blanco y su piel poco arrugada para su edad, y ella a su derecha, tal elegante y sonriente como el primer día que el le había pedido que se sentara allí.

Ella al principio únicamente disfrutaba las cenas en su compañía y en la de sus palabras, sus historias. Pero poco después de las primeras cenas, comprendió que eso no bastaba y que su memoria a largo plazo no era fiel a todos los pensamientos brillantes que ese hombre derrochaba en su presencia. Su memoria no era lo suficientemente perfecta para recordar la cantidad de cosas que él despertaba en ella, la cantidad de pensamientos que le hacía tener. Con mucho esfuerzo ella lo intentaba memorizar todo, para ella, para guardarlo como un tesoro, para recordarlo en un futuro, para poderlo disfrutar en las horas en su ausencia. Pero el tiempo era traicionero. Entonces ella pensaba que ya eran 2 en derrochar tantas palabras, tantas ideas, tanta precisión en los pensamientos. Tenía delante la persona más brillante que había conocido y que pensaba que debía existir. Hablaba y hablaba. Y no solo de música de filosofía de historia de geografía de literatura de arquitectura de política de astronomía de pintura de escultura de cine de fotografía,… también hablaba de su vida, de la de la gente que quería y de la que no quería tanto. Hablaba de sus sentimientos sobre tantas cosas a flor de piel, de su indiferencia, de sus proyectos y sus creaciones. Hablaba tan bien, y tan claro...

La primera noche tras terminar la restauración se quedó sin dormir hasta bien entrada la madrugada. Solo consiguió descansar cuando al fin se le ocurrió volver a presentarse esa misma tarde a la hora de la cena, y poder continuar el descubrimiento de esa alma. No concluir. Sus sentidos nunca se lo perdonarían. Necesitaba volver a oír esos distintos tonos de voz, esas canciones, esos dedos sobre el piano, y esos pensamientos tan lógicos que concluían ideas que destripaba con análisis tan exhaustos que no eran nada fácil de conseguir por el mundo…

Esa noche de insomnio solo lo había tenido al lado, abierto, 4 horas de un día. Y entonces decidió que la única manera de concebir el sueño, de descansar, era presentándose esa misma noche a las 20h00 a la puerta del Castillo…

Por eso cuando llamó por primera vez al picaporte del portal, y el le abrió sonriente con un “te esperaba”, sus piernas dejaron de temblar y su voz retomó la fuerza que había perdido a medida que se preparaba para su cita… y fue así como empezaron a sucederse esas cenas…

Lo que el le aportaba no se lo había conseguido aportar nadie. A pesar de tener gente para todo. Gente para tratar cada uno de los temas que le interesaban a ella. Para tratar la música, el baile y la moda. Para tratar la pintura y el avance tecnológico. Para tratar la ciencia o el arte. Pero nadie lo exponía como él. Nadie decoraba sus narraciones como él cuando las quería decorar… y nadie conseguía darles suspense como él cuando la quería interesar. Nadie analizaba las cosas tanto. Nadie iba en la dirección tan correcta, encauzada por todos lo puntos de vista posibles.

Pero a medida que pasaron las noches y que las disfrutaba ella notaba que se volvía con una sensación de frustración en el cuerpo. Las doce sonaban rápido y entonces todo terminaba, el sueño desaparecía y todo se desencantaba. No poder seguir hablando hasta que se hiciera de día… ella era incapaz de proponérselo. El le regalaba esas 4 horas. Ni una más. No tenía derecho ella a exigirle ni una más. Eran 4 horas de la vida de una persona tan excepcional que ya se consideraba una elegida, por ser ella la única que cenaba con él. Por ser ella la única que el quería tener al lado todas las noches de la semana, todas las semanas del año. Todos los años que le quedaban de vida.

Fue al cabo de un mes cuando se decidió. Y con la disciplina más exigente, después de cada una de las cenas, ya en su casa, a la luz de una vela y con una pluma de tinta negra, empezó a escribirlo todo. Todo lo que él le contaba, todo lo que él le transmitía. Y llegaba a su casa después de esas cenas llena de ideas, de actividad de creatividad. Y entonces pasaba la noche entera relatando las 4 horas, recordando con un orden exquisito el sentido exacto de las conversaciones y de las ideas del Maestro. Recordaba como se mezclaban los olores con las historias, como asociaba sutilmente las ideas del mundo y sus ideas. Como jugaba con las palabras, con las rimas. Con las frases y con los idiomas. Como entonaba la música y como cambiaba la voz. Como relataba sus guerras. Como le preguntaba todo lo que ella desconocía y como se volcaba para enseñárselo. Como le pedía su opinión para luego opinar él de todas las formas opinables.

Entendió entonces la frustración de las semanas pasadas. Toda la actividad que el le transmitía la tenía que encauzar. La tenía que utilizar, que exteriorizar. La tenía que direccional hacia algo productivo, algo grande, algo a la altura del Maestro.

Al principio sus resúmenes de las veladas se reducían a eso, simples resúmenes perfectamente concretados, a las historias que había contado… pero a partir del 3º día esos resúmenes se convirtieron en horas y horas de recuerdos perfectamente elaborados, como si se tratara de una grabadora de las ideas del Maestro, de las comparaciones, de las rimas y de las sutiles ironías. Se convertían en asociaciones suyas, en ideas desarrolladas, en pensamientos… Se quedaba escribiendo hasta el día siguiente. A veces hasta la hora de comer. A veces incluso ocurría que enlazaba con la siguiente cena, cuando tocaban un tema más interesante, porque como todas las cosas, cada una de sus conversaciones tenían su propia intensidad. Esos días en los que narraba, plasmaba y desarrollaba esas ideas intensas le faltaban horas de día, horas de sueño… una vida, una persona expuesta en rigurosos fragmentos de 4 horas,
Con el tiempo la intensidad fue creciendo. O puede que su recepción. Puede que sus sentidos hicieran que las conversaciones se intensificaran tanto como para no tener tiempo ni para dormir ni para comer, y únicamente escribir todo cuanto esas noches le transmitían…

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bonito. R.