sábado, 12 de enero de 2008

Recuerdos olvidados

Era tarde. Lo sabía, pero no podía evitar seguir ese olor a madera quemada, a humo, a hollín. Subí lentamente las escaleras de la casa frente a la que se habían reunido, en un momento, los representantes periodísticamente hablando de todos los medios de comunicación. Entre tanto “barullo” nadie notó mi presencia y pude subir hasta la habitación entreabierta. Poco antes de franquearla noté su olor. El olor de su cabello rojizo, que tantas veces me había recordado un dulce melocotón. Ese olor tan fresco penetró en mis pulmones y acto seguido hizo que me empezara a latir el corazón a una velocidad de locura, como solo ella conseguía. Sin duda, era ella. No la había visto pero mi pecho sabía que vería su cuerpo al dar un paso más. Por eso tal vez me quedé allí inmóvil, petrificada, sin darme cuenta de que el tiempo jugaba en mi contra y pronto aquella habitación en la que yo disfrutaba de la soledad de estar una última vez con ella, se llenaría de gente que me la arrancaría de cuajo…

El magnífico Gato persa gris, con ojos celestes se acercó a mis piernas y me despertó al maullar y restregarse en mi espinilla. Fui a la cocina y le preparé una lata troceada con el tenedor en uno de los platos verdes que había, como tantas veces se lo vi hacer a ella. Seguía sin atreverme a afrontar la realidad. Me acordé de su risa, y de su pelo brillante, largo y rizado que irradiaba luz propia. Recordé sus ojos verdes, sus pestañas rizadas y las líneas que se dibujaban en los lados de sus ojos cuando reía cerrándolos ligeramente. Recordé sus labios y su boca, sus dientes perfectos y su piel… Recordé las horas que habíamos pasado juntas, y las veces que desee ser como ella…

Escuché que el ruido de la muchedumbre iba creciendo. Las voces se iban acercando, y a pesar de que mi corazón quería salirse por mi garganta seca y áspera, dejé de acariciar al gato y entré en el despacho del que procedía su perfume. Y la vi allí. Sus pechos blancos al descubierto, y una sabana de seda que tapaba la mitad del cuerpo dejando de nuevo al aire sus delicadas piernas y sus perfectos y blancos pies. Siempre había sido como una Diosa ante mis ojos, y ahora, de esta manera, inerte y tan lejos de aquí, dejando como última reliquia su precioso cuerpo sin vida al alcance de todos, un cuerpo blanco y perfecto, crecía su divinidad. Crecía su adoración. Más preciosa que nunca probablemente ella, allá donde estuviere, lo sabía. Una Virgen, una Santa, un Ángel… parecía una bella durmiente con ese cuerpo liso, suave y todavía cálido al besarlo.

No se cuanto tiempo permanecí allí, pero un codazo y acto seguido un flash seguido de muchos más me apartaron de mi diosa para irme arrastrando, entre empujón y empujón, al final de esa habitación ocupada ahora de gente. Escuché las preguntas que le hacían a él. Vestido con una bata de cuadros de terciopelo verde, un pequeño bigote y fumando un cigarrillo fino y largo. Los había acompañado a todos hasta arriba, y daba todas las explicaciones que podía… a penas mostrando aflicción.

Bajé la vista al notar que tenía a mis pies el precioso Gato al que también habían empujado fuera de su casa. No lo pensé. Lo levanté en brazos, y mientras me lamía el lóbulo de la oreja me lo llevé escaleras abajo.

Necesitaba estar sola. Jamás la volvería a oler. Perdía parte de mi vida en esa habitación infestada ahora de humo y de gente mal oliente, arrebatando a la habitación su fino y delicado olor. Recuerdos que no serían compartidos, y momentos que jamás volvería a recordar porque ella, que con su singular punto de vista lo solía memorizar todo, no me los podría recordar. Con la sensación de tener la mitad de mi cuerpo muerto, me arrastré hasta mi casa, subí hasta mi piso, y viendo desde mi ventana la ventana de su despacho, me puse a llorar.

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